Luego de atravesar 350 km del mato por una semana, llegué finalmente a Lubango muy cansado. Pero en vez de quedarme a descansar en la ciudad más grande del sur del país decidí continuar 15 km cuesta arriba hasta Humpata, un pueblito ubicado en una meseta a 1920 m de altura. Allí me recibió el Padre Sabino en la misión católica que se encuentra en el medio de un solitario bosque de eucaliptos. Necesitaba reponer energías porque no estaba dispuesto a dejar el corazón tribal de Angola; luego de unos días iría por más.
Cuando llegué a Humpata estaba tan sucio luego de no haber encontrado agua para bañarme por 10 días, que a pesar de que hacían 8 C a la noche, decidí apretar los dientes y bañarme con baldes de agua helada. En Humpata no hay casi nunca electricidad ni agua corriente, como en la mayor parte de Angola fuera de sus ciudades, por lo que no tenía muchas otras alternativas, y si bien la higiene viajando en bici no es mi prioridad,todo tiene un límite. Allí pasé tres días junto a los simpatiquísimos Padres de la Misión y los seminaristas, quienes me han cuidado como a un hermano, mientras yo recargaba mis energías en aquel bosque hermoso durante días radiantes de viento fresco seco y noches heladas. Una vez recuperadas las fuerzas, partí de vuelta hacia el corazón tribal del mato donde volvería a un mundo sin caminos, pero no antes sin concretar una muy esperada bajada.
Fue por decisión deliberada que extendí mi ruta en 120 km redundantes, solamente para llegar a la cima del magnífico paso de Serra Da Leba, y poder lanzarme en bicicleta desde allí arriba a casi 2000 m de altura, por sus 17 km de decenas de curvas y contracurvas descendiendo sobre la cuña estrecha que se forma en las laderas de un encuentro de montañas. Ya habiendo dejado atrás el esfuerzo de la subida de los días anteriores al descanso, me paré allí arriba contemplando el Namibe desde las alturas por unos momentos, antes de descender este paso con la alegría desenfrenada de un niño deslizándose por un tobogán. Era un domingo radiante y no había casi tráfico; Serra Da Leba era toda para mí, tal como la había soñado por años, y cómo la disfruté!
La dulzura áspera del mato
La facilidad de la bajada por uno de los pocos caminos perfectamente asfaltados de Angola se acaba abruptamente luego de Bibala, cuando el aire inusualmente fresco de la mesetatrepa de nuevo a las temperaturas usuales del mato. Allí, el camino vuelve a desfigurarse en una nueva suerte de red de senderos de arena entre los arbustos, por los que me propongo a seguir hasta encontrar el camino hacia Benguela. Retomo la aventura sin saber a dónde voy y nuevamente comienzo a convivir con estas magníficas tribus de la región que parecen nunca acabarse. Visito una tras otra, me es imposible recordar los nombres de tantas, muamwila, mucumba, mundimba, la lista es interminable; pero en cada una sin excepción la constante es la recepción de puro afecto; la calidez de la gente me abraza y sus sonrisas alegres me dibujan una más grande en mi rostro.
No mucho después de obtener su preciada independencia, Angola entró en un largo y doloroso período de 27 años ininterrumpidos de guerra civil, durante los cuales el MPLA (Movimento Popular de Libertação de Angola), movimiento de raíces comunistas/socialistas que había logrado la independencia de los portugueses en 1975, combatió, con el apoyo de la Cuba de Fidel y el Che, al Unita de Jonas Savimbi, apoyado por la Sudáfrica del Apartheid quien a su vez era incondicionalmente apoyada por Estados Unidos, como parte de su infame Guerra Fría contra el comunismo en todo el mundo. Hacia 2002 con el asesinato de Savimbi, la guerra llegó a su fin, pero los vestigios de un país destrozado, aún siguen bien visibles fuera de Luanda, donde edificios en ruina en el medio del mato hoy se transformaron en improvisadas escuelas rurales donde los niños atienden a saciar su necesidad de educarse. Ver esta motivación me resulta emocionante.
Los senderos del mato se volvían más y más difíciles a medida que avanzaba, no sólo por la cantidad de arena, muchas veces era como intentar pedalear en una playa, sino porque las múltiples bifurcaciones y la poca presencia humana me llevaban constantemente a perderme. A veces implicaba tener que retroceder varios kilómetros, por los mismos senderos que había tenido ya que remontar a fuerza de sudor empujando; luego esperar que pasara alguna persona caminando entre aldeas o alguna moto en camino a algún lado, para poder preguntar y reencontrar la dirección correcta. Por momentos me sentaba en las trampas de arena en las que caía, desmoralizado con la bicicleta enterrada, y miraba a mi alrededor intentando imaginar cómo saldría de allí.
En otros me quedaba intentando comunicarme con alguna persona de alguna nueva tribu que pasara por allí. Sin embargo, cualquiera fuera el caso, disfrutaba con plenitud estar allí; mi unión profunda con el mato y mi encuentro con la gente de las tribus del sur de Angola me llenaba de una hermosa sensación de paciencia, de falta de apuro, de entender que la vida no es correr por lo que suponemos que está más adelante (la grave enfermedad de la que sufrimos todos en diferentes grados), sino por vivir en plenitud lo que nos ocurre en este preciso instante (el antídoto simple ante todos nuestros problemas). Durante días avancé todo el día sorteando con dificultad la mala calidad de estos pantanos de arenas, piedras, arbustos llenos de pinchos, pero con la variante de que en Angola, por la ausencia de animales salvajes (que han desaparecido como consecuencia de la guerra) podía darme el enorme gusto de pedalear de noche en las brillantes noches de luna.
Es difícil creer que vas por el lugar correcto cuando lo único que te conduce es una hendidura en la tierra rodeada de arbustos. Hay que tener confianza prácticamente ciega en la gente local para tener la convicción de seguir adelante sin saber a dónde estás yendo. Pero encontrar certidumbre en la incertidumbre de la vida y del mundo, es estar alineado con el universo siguiendo la lógica de la vida, y eso me libra de preocupaciones, me deja libre para sentir cada paso que doy sin mirar para atrás, sin mirar hacia adelante más que unas pocas pisadas en los pedales; esto es instensidad, esto es vivir propiamente dicho. De esto creo que es de lo que habla J. Krishnamurti cuando nos trata de hacer reflexionar sobre si - "realmente estamos observando, apreciando".
Hace varios días ya que no hay bombas de agua en el camino y encontrarla se vuelve una tarea cada vez más difícil para mí. El agua no está frente a los ojos en el mato, no a primera vista al menos, pero mucha agua corre aún en las entrañas de esta tierra árida y es la única que asegura que la vida sea aún posible aquí, muy lejos de cualquier tipo de urbanización o infrastructura. No tengo otra opción que depender de la gente para encontrarla. Es en muchos de aquellos grandes ríos secos que llevo pasando todos estos días donde aún se encuentra, pero está oculta debajo de esto cauces de arena sobre los cuales en algún momento corrió el agua. Angelina me conduce a ella, en su camino a lavar los platos con su hijito a cuestas.
Caminamos por el cauce 10 minutos hasta que nos detenemos en un punto que para mí resulta como cualquier otro a excepción de que me resulta claro que deliberadamente nos alejamos del ganado que caga por doquier sobre la poca agua que hay en la superficie. Ella me dice con certeza - "es aquí" - y yo me pregunto a qué se refiere. Acomoda su palangana en el piso, se agacha, y con un tarro comienza a cavar en la arena. No hago más que mirarla con escepticismo hasta que luego de 5 o 6 repeticiones la humedad comienza a brotar, subiendo a la superficie como por arte de magia. Me cuesta creerlo, pero me preocupa la pureza de la misma, recordando la tremenda shigela que me agarré en Etiopía, una experiencia que prefiero no repetir. Sin embargo, 5 repeticiones más y el agua se vuelve perfectamente cristalina, transparente y libre de impurezas. La pruebo y el sabor es perfecto. Así es como toda la gente de esta región, a quienes ahora entiendo por qué encuentro repartida por los cauces de los ríos secos, sobrevive aquí, excavando agua de la arena todos los días.
En el mato angoleño, al igual que en prácticamente todo lugar en el mundo, es al atardecer cuando la magia se cierne sobre la tierra. No puedo negar que luego de más de 4 meses sin ver a una sola gota caer de este cielo, quien persiste obstinadamente en permanecer celeste inmaculado 360 grados a la redonda, extraño ya casi con desesperación a las nubes,. Pero voy camino al trópico, por eso trato de mentalizarme en disfrutar estas últimas semanas de sequía; al fin y al cabo, la lluvia siempre complica todo mucho más, y tarde o temprano valoraré ( y quizás añoraré a esta sequía). El final del día en el mato, la soledad absoluta, el silencio de las noches estrelladas, que ahora la luna brillante reduce al mínimo; tengo todo el mundo para mí, puedo elegir acampar donde quiera, y lo hago en los cauces de ríos, rodeados de baobabs cuyas ramas parecen intentar redibujar en el cielo anodino, el dramatismo que las nubes se llevaron consigo. Bajo su sombra me duermo, bajo estos árboles magníficos, los baobabs más hermosos y grandes que he visto, guardianes de mis noches.
Lo bueno de viajar solo es que uno está tan solo como quiera estarlo y el mato no es la excepción. Así como elijo los días de paz y soledad, también elijo aquellos de compañía dependiendo de cómo me sienta al final de cada día. Pasaron más de 8 días y no he avanzado más que unos magros 300 km, pero no he estado nunca solo porque la gente de las tribus de este remoto sur de Angola es extraordinaria y podría extender mi estadía aquí por un mes fácilmente, para poder pasar más tiempo acompañado de ellos.
En vez de volverse más fácil, el camino se vuelve más difícil cuánto más me acerco al asfalto que me conducirá finalmente a Benguela. Una montaña de pendiente suave pero de arena profunda, cuya subida se extiende por unos cruentos 25 km, me recuerda a los peores días de Namibia y ya mi cuerpo comienza a pedirme a gritos un descanso. Luego de tantos días de acumular cansancio y mugre, comienzo ya a añorar la vuelta a caminos más fáciles (aunque sea por un rato) porque tampoco se puede vivir tan sólo de caminos extremos. La necesidad de días más sencillos me lleva a disfrutar el reencuentro con el asfalto de los últimos 30 km hacia Benguela, donde pasaré varios días descansando junto al mar y ya descubriendo la Angola más moderna, que no resultará menos encantadora que la Angola tribal.