Nicolás Marino Photographer - Adventure traveler

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El corazón tribal de Angola

Llevaba casi dos meses de adrenalina pura, pedaleando por los caminos más remotos de Namibia, disfrutando en bella soledad de una naturaleza sublime a la vez que esgrimía a diario el acecho inminente de las fieras y lidiaba con la escasez de recursos. Cuando uno se acostumbra a vivir con esta dosis de estímulos, el problema es que es difícil volver atrás; uno siempre quiere más. Por eso, decidí continuar mi travesía hacia el norte, evitando la comodidad (y el aburrimiento) del camino asfaltado que cruza en Oshikango, optando en vez, por la ausencia total de caminos y entrar por el corazón del mato angoleño cruzando el río Cunene en Ruacaná. La aventura continuaba.

 La vuelta a Africa

 Cuando llego al final del camino en este remoto rincón de Kaokoland a orillas del río Cunene, me resulta difícil creer que haya un puesto fronterizo. Todo lo que veo a mi alrededor no es más que bush seco y descolorido; las Himba se refugian del sol rajante bajo árboles escuálidos y esculpen su exquisita decoración, mientras sus niños gatean por el piso bañados en polvo. Aquí todo parece haber quedado detenido en el tiempo y advierto rápidamente que para estos oficiales de inmigración haber sido asignados aquí es más un castigo que un trabajo. En este tipo de fronteras siempre me llama la atención el hecho de que es uno el que debe forzarse a pasar por las formalidades pertinentes, porque muy bien se podría pasar inadvertidamente de un país a otro sin que nadie lo notara. 

Con la partida de Namibia dejo finalmente atrás las comodidades del sur de Africa. Es cierto que las facilidades de aquel país no están ciertamente en los caminos remotos que yo he elegido y eso lo ha vuelto la aventura extrema que ha sido; pero tan solo basta con llegar a una ciudad, por más pequeña que sea, para tener acceso al tipo de facilidades que separan a esta región del resto del continente, específicamente hablando: comida de buena calidad, gran variedad de productos y disponibilidad de aquel tipo de cosas que dicho de manera simple, hacen la vida más fácil.   

 Cuando llego al puesto fronterizo angoleño, el guarda exclama afectuosamente mientras me abre la reja -"Bom dia senhor! Como está? Bem-vindo ao nosso país!". Escuchar de vuelta la dulce melodía del portugués me arrebata una sonrisa de inmediato. La apatía de los namibios me había hecho olvidar lo que era sentirme bienvenido, y al igual que cuando llegué a Mozambique, ahora me sentía nuevamente en casa. Mientras conversa amablemente conmigo en la garita, toma un libro de entradas, revuelve el caos de los cajones y al extenderme una birome sedienta de tinta me pregunta: -"sabe escrever?" (sabe escribir?). Es evidente que estoy de vuelta en Africa pienso, mientras sonrío y lleno mis datos. Ya dentro del moderno puesto fronterizo construido por los chinos, en este paso del olvido donde no pasa nadie, los oficiales son igual de amables y están igual de aburridos. Me ofrecen agua y comida, me cambian los últimos dólares namibios por kwanzas y me indican un camino que no existe para emprender mi rumbo hacia Lubango. 

En Angola desaparece el confort pero reaparece el afecto y no tengo dudas que así lo prefiero. Ni bien salgo de la oficina, estoy en el medio de la nada en pleno mato angoleño, no hay caminos, no hay señales, no hay carteles ni distancias, no hay a quién preguntar; sólo me guío por las indicaciones confusas de los guardias, quienes me hablaron de un camino de rocas sueltas que conduce a la primera aldea donde podría preguntar cómo continuar. Pero en pocos metros de pedalear necesito redefinir mi concepto de "camino". Sin mapas y con la brújula del GPS descalibrada sólo me queda la confianza ciega hasta que encuentro a un coqueto jóven Himba, que con señas me explica que debo ir por un sendero hasta la próxima tribu. Continúo a la buena del destino por aquel estrecho surco de arena y piedras entre arbustos secos, deseando que inicialmente me haya entendido él a mí hacia donde quiero ir. 

No sé para dónde voy ni si estoy en la dirección correcta, pero la fascinación por estos senderos del mato me cautiva al instante. Es ese escozor interno hermoso que genera la incertidumbre lo que me mueve hacia adelante aventurándome através de lo desconocido. No es momento de temer, es momento de elegir un camino y seguirlo con determinación, porque en situaciones así es la indecisión lo único que no conduce a ninguna parte. Cada tanto encuentro a uno o dos hombres solitarios, aún principalmente muhimbas, con quienes trato de corroborar mi rumbo, pero la comunicación es muy difícil porque no hablan ni inglés ni portugués. Me toca seguir hasta llegar a la primera aldea donde conozco a una nueva tribu: los Mundimba. El sova (jefe de aldea) me recibe contento, es el único que habla unas palabras de portugués con las que logra confirmarme que voy en dirección correcta. Soy la primera persona que ve en bicicleta, está fascinado al igual que la gente de su aldea que vienen a recibirme con mucha curiosidad.   

Los mundimba son una de las decenas de tribus diferentes que habitan este rincón olvidado de Angola. El cambio más fuerte que presiento al encontrarme con ellos, incluso con los mismísimos muhimba, es que de este lado de la frontera, las tribus no están comercializadas como en Namibia, y absolutamente nadie me reclama dinero o regalos si deseo fotografiarlos. Es hermoso volver a la Africa verdadera, la Africa desinteresada; para mí es como quitarme un peso enorme de encima, porque elijo viajar por el mundo justamente para mantener intercambios genuinos de este tipo, deseando compartir mi vida con la gente que conozco sin pensar que eso sólo será posible producto de una transacción comercial. Comienzo a apreciar que las grandes dificultades que pone el gobierno angoleño para conceder visados, indirectamente resulta un beneficio para preservar a gente como esta de las garras del turismo masivo.  

Cuando dejo la aldea luego de pasar un tiempo con ellos, sigo las instrucciones del afectuoso sova, que no constan más que de señas con las manos apuntando a varios puntos distintos del horizonte. Pero confío, al igual que en Mongolia, que aquí la gente conoce profundamente su tierra e iré por buen camino. A medida que me alejo con la bici, miro para atrás para ver a toda la aldea, que con sonrisas enormes extienden su mano para despedirme hasta que desaparezco una vez más en el mato. De allí en adelante, los senderos se vuelven un infierno de rocas, arena y arbustos con pinches. Las malditas moscas miniatura que me jodían la vida en el desierto del Namib, vuelven sin escrúpulos y de no vestir mi burqa se me meten en los ojos, las orejas y las trago al inhalar.

Tengo que hacer un esfuerzo físico enorme para avanzar, pero la soledad absoluta de esta región es estimulante y es lo que hace que mi mente se encuentre en paz, absorbiendo cada momento que vivo. Sigo sin saber realmente a dónde voy, vuelvo al recurso más esencial de todos que es mirar la posición del sol, porque son tantas las veces que los senderos se bifurcan que las instrucciones del sova se diluyeron muy rápido en la inmensidad de este paisaje uniforme. Sé que la dirección hacia donde tengo que ir es el noroeste y luego virar hacia el norte. Cuento con el beneficio de que el clima es el mismo que en Namibia, extraño ya casi con desesperación a las nubes a quien no veo hace 3 meses, pero si el sol no estuviera desnudo en este cielo azul inmaculado, ciertamente no sabría a dónde ir. 

Cada algunas horas me encuentro con más gente de las tribus quienes se detienen a observarme con la misma enorme curiosidad que yo a ellos. Para ellos ver un blanco en bicicleta es como para mí ver a una mujer semi desnuda llena de collares de colores llevando cosas en la cabeza. Los niños juegan, las mujeres llevan a cabo las tareas del día con sus bebés a cuestas, transportando enormes palanganas sobre sus cabezas con vajilla y ropa, mientras que los hombres, como casi siempre en Africa, charlan bajo los árboles. 

Encontrar gente en lugares tan remotos y solitarios es de las cosas que más disfruto al pedalear por el mundo. Hablar y/o intentar comunicarme con personas aparentemente tan diferentes a mí, que nacen, crecen y viven en contextos que no tienen punto de comparación alguno a donde yo he crecido, es lo que justamente me acerca más a ellos. Es en esos diálogos, en esos intercambios humanos donde los colores de piel, las vestimentas, las creencias, los lenguajes se desvanecen para revelar que debajo de todos ellos, somos idénticos. Vivir esta vida, pasar por estas situaciones me permite ver a estas personas no a partir de sus diferencias conmigo sino a través de nuestras similitudes, y con ellos paso mis días, mi tiempo, disfrutando de que somos más iguales que diferentes. 

Pasados los días más duros empiezo a encontrar pueblos pequeños donde las casas sencillas de ladrillos de barro y las chozas, se alternan con las antiguas construcciones de la época colonial que han quedado en ruina luego de 30 años continuos de guerra civil. Algunas han sido devoradas por el mato, y otras fueron transformadas en escuelas por la gente. Al gobierno de Eduardo Dos Santos le importa solamente enriquecerse obscenamente con las ganancias que arrojan las divisas del petroleo que abunda en el norte del país, dejando al sur en el olvido. Los maestros y doctores no quieren venir a trabajar aquí, pero aún así algunos lo hacen, junto a voluntarios locales, y en Angola me quito el sombrero de la admiración cuando desde el camino veo una escuela en el mato, donde los niños y el maestro de cada clase se congregan alrededor de una pizarra colgada de un árbol. No hay construcciones disponibles que sirvan de escuela, y los niños deben llevar su propia silla a la clase en el árbol, pero nada de eso los detiene su voluntad de educarse. La imagen me conmueve y no me detengo más que unos minutos porque inevitablemente mi presencia los distrae. 

Entre cada uno de estos encuentros con gente sigo atravesando el mato en soledad absoluta sin entender muy bien cómo es que hago para mantenerme en la dirección correcta, pero todo parece confirmar que voy bien cada vez que me encuentro con alguien y por señas lo corroboro. El mato, que al principio parece igual de monótono que el bush del resto de Africa, es notablemente más rico en colores, y cuanto más avanzo hacia el norte, la aridez del desierto del que vengo va poblándose más y más de arbustos diferentes, agregando texturas y nuevos colores a un paisaje que se va volviendo cada vez más interesante. Pero es la aparición de un árbol en especial la que me deslumbra. De nuevo los baobabs aparecen en mi camino, pero ya no son los de Tanzania ni los de Zimbabwe, sino los baobabs más grandes que he visto en todo Africa. Es bajo ellos, en estas extraordinarias noches en la soledad silenciosa del mato, donde elijo acampar al final de cada día y dormirme bajo su sombra, mirando un cielo encapotado de estrellas entre sus múltiples brazos.