Nicolás Marino Photographer - Adventure traveler

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El canto de los leones

 Luego de la dura travesía de cruzar el Namib, me tomé una semana para reponer fuerzas en Windhoek, comer muy bien, hacer braai todas las noches con muy buenos amigos y amigas, y antes de volver a partir, iniciar el final del proceso de uno de los trámites más complicados para poder continuar con esta aventura por el oeste de Africa: obtener el visado de Angola. Sin mucho apuro, pasé el tiempo necesario para recuperarme antes de emprender el brutal camino que me esperaba por delante, un camino que sería muchísimo más demandante que el que ya había hecho para hasta llegar aquí.

Salir de Windhoek fue más pesado de lo que me imaginaba. Para ser una capital, que más que una ciudad parece un pueblo grande en este país vacío de gente, el tráfico de camiones a lo largo de la principal ruta nacional fue más de lo que esperaba. Luego de haber experimentado tanta belleza en solitario, volver a una ruta con cierto tráfico es un trago difícil de digerir. La B1 es la columna vertebral del país y una de las únicas rutas asfaltadas, fue ese mismo asfalto el que me permitió ir lo más rápido posible para poder escapar de él. Luego de un largo día de 180 km, me encontraba ya de vuelta al costado de un camino pedregosodisfrutando de una enorme bola de fuego caer sobre el desierto. Un desierto que ya no tenía las mismas características del Namib; iba en camino a las remotas tierras desoladas de Damaraland y Kaokoland, dos nombres que resonaban dentro mío con tanta fascinación como con cierto temor.

Tan pronto como pasé la montaña icónica de Spitzkope, aún dentro del circuito por el que pasan algunos turistas en 4x4, comencé a encontrarme solo la mayor parte del día, a lo largo de caminos en los que las distancias entre puntos para abastecerme de agua se volvían cada vez más y más largas. Este sería el mayor problema que enfrentaría en los días venideros, cuando comencé a tener que cargar entre 8 a 10 litros de agua para asegurarme no estar en serios problemas en el medio de la nada. Los caminos de estas región están trazados muy bien pero aún aquí, me encuentro una y otra vez atascado en la arena; he salido de Windhoek con unos 8 kg de comida para todos estos días, y sumando unos 10 litros de agua, la bicicleta se entierra en cualquier superficie que no sea sólida, es por eso me lleva varias horas alcanzar un punto donde encontrar gente.

Encontrar algún poblado me permite abastecerme de agua, pero también deriva indefectiblemente en conversar sobre lo que no quiero: estoy por entrar en una región donde no sólo no hay gente por largos estrechos, sino que hay animales salvajes por doquier. Una y otra vez, al verme con la bicicleta, la gente de las aldeas me pregunta si soy consciente que esta región está llena de leones y elefantes. Lo sé, no soy un improvisado, pero me he informado lo más posible y he decidido asumir el riesgo. He conversado con gente de mucha experiencia y tengo una idea de cómo actuar en caso de encontrarme con ellos. Aún sí, debido a la influencia de las advertencias de la gente local, cada día, cuando el sol comienza a caer a eso de las 16 hs, una sensación extraña de miedo y adrenalina empieza a correr por mis venas. Ya dentro de Damaraland, sabía que en cada acampada, estaba expuesto a los animales, aunque hasta ahora no he visto mucho más que manadas springboks inofensivos.

Las oscuridad profunda de las noches del Namib ha quedado atrás; en este tramo, las lunas más grandes que he visto en mi vida, alumbraron la soledad de mis noches con la claridad de un reflector de teatro. No sé si prefería creer que era mejor que tanta luz me permitiera ver a la distancia a cualquier animal cerca de mi tienda, o si en realidad sería mejor no ver absolutamente nada a mi alrededor. En última instancia, de aparecer algún animal salvaje cerca, meterme rápidamente dentro de la tienda no creo que hubiera hecho mucho por mi tan evidente vulnerabilidad. Paralelamente al estado de alerta mientras estoy fuera cocinando mi cena, sigo disfrutando de esta conexión pura con la naturaleza, donde no hay nadie a mi alrededor en decenas y quizás centenas de kilómetros a la redonda. Vivo momentos de profunda paz, una serenidad que en muy pocos lugares del mundo puedo recordar haber vivido.  

Demasiado para un solo día

Avancé lenta pero constantemente a lo largo de los días a un ritmo de 60-70 km diarios. Desde las 7 am hasta las 16 hs cuando el sol comenzaba a apagarse en este moderado invierno de Namibia de días de 24 C y noches de 3 C. A medida que más me acercaba al límite con Kaokoland, más sereno trataba de manterme evitando pensar en mi exposición a las fieras. Pero fue en ese punto, varios kilómetros antes de Palmwag, en pleno mediodía, a lo largo de un camino solitario entre los arbustos de un desierto montañoso, donde una pick-up que venía en dirección opuesta se detuvo a mi encuentro. El conductor, muy amable, se bajó y, luego de presentarnos y mantener un diálogo relajado, me dijo: 

 - Bueno, mira Nico....yo trabajo para la conservación de esta región, y debo decirte que por este mismo camino que vas ahora, ahí delante, hay no menos de 6 a 8 leones activos en los alrededores. Es por eso que estoy aquí, porque por la sequía se acercan a estos caminos, están hambrientos y están causando estupor en las aldeas aledañas. Ayer se han comido a 6 cabras, 1 vaca y 1 girafa.

 Con el estómago estrujado le pregunté cómo veía mi situación. Me respondió que vaya con mucho cuidado y me dio los mismos recaudos que yo ya sabía de memoria en caso de un encuentro inminente. Luego de su partida, me quedé nuevamente solo, totalmente solo y por primera vez empecé a pedalear experimentando miedo, porque sabía que ahora era real, ya no estaba solo. Era mitad del día, los leones no suelen cazar en este momento, necesitaba mantener la calma y procurar alcanzar la próxima aldea. De a ratos me obsesionaba con tratar de ver entre los arbustos en la inmensidad, como para tratar de prever una situación, pero por otro no quería ver nada y avanzaba con el cuello contracturado de los nervios, porque del sólo hecho de pensar en un león cruzándose en mi camino se me aflojaban todos los músculos. Tampoco podía andar rápido, era imposible, las piedras no me lo permitían y cada cruce de río seco era un pantano de arena donde encima, tenía que bajarme a empujar. Y no había uno; había muchos, y ese es el lugar donde generalmente los leones se echan a descansar durante el día.

En ese momento me decía a mí mismo que no quería volver a pasar por algo así, pero al mismo tiempo, mirando hoy en retrospectiva, me doy cuenta que de las pocas opciones que pude haber tenido luego de aquel encuentro con el conservacionista, en ningún momento ni siquiera se me cruzó por la mente contemplar la opción de volver para atrás. Alcanzar la objetividad suficiente para encontrar el punto de equilibrio en un momento de tensión así, es difícil. Definir cuándo un peligro es real, y cuándo es una fabricación de la mente, en una situación así, requiere nervios de acero. La línea que separa la inteligencia de la estupidez en una aventura es muy delicada, pero al pasar varios kilómetros, analizando objetivamente la situación, fui calmando mi cabeza. Luego de unas 3 horas, finalmente encontré una aldea de 10 chozas en el medio de la nada, y la presencia humana me dio cierto confort. 

Conversé con algunos pastores y me confirmaron los ataques a sus animales, una verdadera calamidad para esta gente que no tiene nada más que eso. Al cabo de unos minutos decidí seguir avanzando porque era muy temprano para detenerme allí. Ya me sentía más sereno y la presencia de la gente me había reconfortando, aún cuando hubieran confirmado el peligro de los leones acechando. Venía bien hasta que un puñado de kilómetros pasada la aldea, a mis espaldas escuché a un niño salir como del medio de la nada gritándome histéricamente: 

- NOoOOooooooooooo!!! Noooooooooooooooo!!! Noooooooooooooo!!! NOooooooooooooo!!!

No entendía nada, no comprendía por qué me gritaba así, sus alaridos me dejaban sordo. Corría a mi lado y me seguía gritando: 

-Noooooooo!!! Noooooooooo!!! no vayas allí!!!, no vayas allí!!!, no puedes ir allí.!!!

Me inquietaba esta reacción tan exacerbada y traté de hablar con él. Le pregunté por qué me decía esto y agitado me respondió en las poquitas palabras en inglés que conocía:

- El león, el león!!!! te va a matar, te va a matar !!!!!!!!!! - gritaba

 Arrrrggghhh!!!! esto es lo último que necesitaba, LO ULTIMO!  Me empecé a estresar de vuelta con los augurios de este niño que del medio del desierto parece haber llegado para predicar mi muerte. 

Le dije: - si el león me va a comer ¿por qué sigues corriendo detrás mío en la misma dirección? y respondió:  - Es la vaca de mi mamá, está allí -señala- la tengo que ir a buscar.

Finalmente me di cuenta que me encontraba con un niño de unos 7 años, que descalzo corría a mi lado con mucho miedobuscando mi protección para ir a buscar a la vaca de su familia, cuando sabía que un león les había comido a sus animales ayer. Él, tenía más miedo que yo.

 Me propuse llegar a Bersieg, un pueblo de unas 30 casas, para dormir en un lugar seguro, ya había tenido suficiente durante este día, pero el camino estaba lleno de piedras y no dejaba de tener estas subidas y bajadas empinadas, lo que me llevaba a pedalear muy lento. Me faltaban tan solo unos 5 km cuando vi delante mío una pick-up en el medio del camino completamente dada vuelta y destrozada. Detrás de ella vi a dos personas mayores caminando a duras penas. Aceleré lo más que pude cuando los vi levantar sus manos en el aire. La pareja británica de unos 65 años aproximadamente, caminaba rengueando, el hombre con la cabeza sangrando hablaba incoherencias, estaban en estado de shock. Cuando les pregunté qué había pasado, escuché desde abajo del vehículo, gritos de desesperación:

- saquenmé de aquí!! saquenmé de aquí !!! por dios, saquenmé de aquí !!! - y cuando miré hacia abajo vi un charco de sangre saliendo de la cabeza morada de una mujer mayor. 

 Desesperado tiré la bicicleta y traté de hacer algo. Mover la camioneta era imposible, las puertas estaban totalmente incrustadas y aplastadas y el espacio de las ventanas demasiado pequeño. Descargué mi bicicleta para poder salir a toda velocidad a Bersieg a buscar ayuda y por fortuna a los 2 km, pasó una camioneta con dos personas que eran enfermeros de la clínica de Bersieg. Los detuve y con ellos volvimos al lugar del accidente.  La pobre mujer seguía gritando bañada en sangre, invertida, atrapada en el cinturón de seguridad. La enfermera se quedó en el lugar y nosotros volvimos a Bersieg a buscar a la policía y algunos efectivos del ejército. Volvimos con un equipo de 10 personas, ninguno de los cuales tenía ni la más remota idea de qué hacer ante la emergencia. Intentaban inútilmente dar vuelta la camioneta pero era mposible. Su ineptitud me desquiciaba al tiempo que la mujer no podía dejar de pedir auxilio desconsoladamente. De repente se me ocurrió ir hacia el otro lado y allí me di cuenta que por la puerta por donde habían salido los otros dos, se podía sacar cuidadosamente a la mujer cortando el cinturón de seguridad. Y así fue, entre varias personas la sacamos y los llevamos a todos a la clínica desde donde una ambulancia se los llevó para ser evacuados en avioneta hasta Windhoek.

 Luego de semejante día, pude acampar detrás de la casa de un enfermero, dentro de un jardín de tierra alambrado. Al menos hoy, ya no tenía que preocuparme más por los leones. Estaba bastante nervioso, exhausto y mugriento, llevaba una semana sin poder pasarme agua alguna por el cuerpo y ni siquiera en este pueblo podía tener la osadía de pedirle a esta gente, la poca valiosa agua que hay en esta región inhóspita en la que viven.  

Encuentros en el mundo salvaje

 Al día siguiente llegué al epicentro de la zona más activa de animales, Palmwag, un cruce de caminos de piedras con algunas casas de chapa y madera y un puesto de control policial. Es el último punto en el que podría abastecerme de agua y comida por algunos días,

el punto que más me inquietaba

. Ahora me quedaba por delante el tramo más extremo: llegar a Opuwo cruzando las partes más remotas de Kaokoland en plena tierra de animales salvajes, hogar de la conocida tribu Himba.

Marché camino a Purros y el paisaje se volvió simplemente deslumbrante, con expansiones vastas de desierto rocoso de colores ocres, soledad absoluta y mucha fauna. Los springboks andaban por doquier; los grupos de kudus enormes, con sus cuernos en forma de tirabuzón, se detenían a mi pasar; las girafas, las zebras, los elefantes del desierto. La presencia de estos animales no sólo me deleitaba sino que me daba la tranquilidad de que al estar en un lugar con fauna, los leones tendrían de quién ocuparse antes de comerme a mí. 

Me encontraba finalmente solo, pedaleando en el medio de la nada, mi lugar favorito en el mundo. Sali de Palmwag con unos 20 litros de agua y más comida; por primera vez, creo que mi bicicleta estaba rozando los 100 kg, jamás había llegado a tanto. Cada kilómetro en este manantial de piedras o pantano de arena me obligaba a dejar la vida para mover la bicicleta, que se hundía caprichosamente en el suelo inestable de este ya desfigurado camino. Sin embargo, nunca antes creo haber disfrutado tanto de una experiencia salvaje como esta, donde necesité de mi mayor resistencia física y mental y de toda mi experiencia acumulada para poder salir de ahí.   

De aquí, Nico, no te saca nadie más que vos mismo, pensaba para mí. Los días entre las rocas se sentían eternos, la ausencia total de gente pronunciaba la soledad. Avanzaba a la merced de los animales acechando a mi alrededor, oscilando entre el deslumbramiento y la incertidumbre en este increíble escenario del mundo que es el lejano noroeste de Namibia, algo así, permitanme decirles, como"el culo del mundo". Me imaginaba como el puntito insignificante que soy, solo con mi bicicleta, visto desde arriba en esta inmensidad de desierto y se me erizaba la piel de la emoción. En estos momentos, pongo a los miedos de lado, toda la concentración está puesta en llegar a destino absorbiendo cada fracción de esta experiencia, no hay tiempo para temer, no hay tiempo para dudar, sólo la determinación de seguir.

Los días seguían siendo rigurosamente azules, ya llevaba casi dos meses sin ver ni una nube, ni la más mínima, he olvidado lo que son, ni en Mongolia creo haber visto cielos azules tan inmaculados. Pero lo mejor siempre, indefectiblemente llegaba en las noches. Una vez que pasé Palmwag, estaba obligado por mi propia seguridad, siguiendo la recomendación de los que conocen, a tener un fuego prendido durante toda la noche. Según todos ellos, era lo único que podría brindarme cierta protección ante los leones. Por eso terminaba el día a las 16 hs, montaba la tienda y hasta caer el sol juntaba maderas secas de los alrededores. Luego encendía el primer fuego y seguía apilando madera junto a la tienda para poder tirar al fuego toda la noche, despertándome cada 2 horas. Aquí la madera es tan seca que arde en pocos minutos, por lo que necesitaba mucha cantidad. 

Al caer la noche, antes de que saliera la luna menguante, el cielo se poblaba de millones de estrellas y el silencio absoluto solía romperse solamente por el sonido de la madera crujir en el fuego.

Saliendo del punto de luz que producía la fogata, todo a mi alrededor se encontraba en la más absoluta oscuridad.

Así pasaba las solitarias noches, disfrutando de una magia que sólo puedo definir como celestial, momentos donde mi cuerpo y mi alma están fusionados en perfecta comunión con la naturaleza que me rodea. Así cada noche, hasta que llegó la noche que resultaría inolvidable. 

Sentado en una piedra alrededor del fuego en la puerta de la tienda, disfrutaba del esplendor de la noche cuando un fuerte sonido animal llenó de repente el vacío de este profundo silencio, una especie de: "mmmmbbbbbbfffffffffffff" hizo eco en el espacio, una mezcla de rugido suave con bostezo. Una corriente de electricidad corrió por mi columna vertebral, el estímulo de la adrenalina se desprendió como una catarata fuera de control por mis venas, me quedé paralizado, con el desquicio de un corazón que rebotaba en mi caja torácica. Era excitación, era emoción, era miedo, era terror, no podía controlar lo que sentía, sólo sabía que no me atrevía a moverme. De repente, sonó otro a la distancia a mi derecha, seguido de otro a mi izquierda, dos detrás mío, y uno adelante. Un espacio de silencio sepulcral se abría entre aquellos "mmmmbbbbbbfffffffffffff", un espacio en el que mi respiración quedaba contenida negando el bombeo frenético de mi corazón. Era el mítico llamado de los leones, así es como se comunican entre sí a la distancia. Me era imposible medir cuan lejos o cuan cerca estaban de mí, pero estaban a mi alrededor y estimaba que eran 5 o 6. Por varios minutos continuaron "llamándose" entre sí, hasta que finalmente, a la vuelta del silencio, eché más leña al fuego y me metí en la tienda. 

 Como es de imaginar, me fue increíblemente difícil conciliar el sueño aquella noche, me llevó a toda clase de sensaciones, emociones, fue aterrorizador pero también fue de los momentos más increíbles, sino el más increíble que he experimentado en tantos años de viajar por el mundo. A pesar del miedo, creo que hubiera querido que aquel bello canto de los leones continuara por el resto de la noche. Ciertamente ha sido una melodía gutural que ha quedado grabada para siempre dentro mío.

 De la noche devino el día, y de los leones que cantaron junto a mi tienda, amanecí de nuevo con visitas en mi puerta. Dos girafas me miraban con suspicacia al abrir el cierre de la tienda, con ese gesto tan característico de curiosidad que tienen al erguir su cuello y torcer la cabeza. Me desbordaba la alegría, sonreía como un niño, esta experiencia era más increíble de lo que alguna vez podría haber imaginado, no podía dejar de mirarlas y sonreír. Me quise acercar a ellas, pero en seguida se retiraron con elegante andar pausado.

El tramo final

 Tenía pensado llegar hasta el legendario paso de Van Zyl, pero no creía que llegara a conseguir agua suficiente y llevaba mucho cansancio acumulado. Añoraba ducharme y luego de Purros, los músculos ya me dolían de tanto esfuerzo al pedalear y al empujar. Así que decidí desviar por el camino Kaoko-Otavi. Maldito pedregal, hacer equilibrio se me hacía muy difícil con la bolsa de agua cargada con 10 litros, porque con el agua basculando de lado a lado se desestabiliza el andar. Por momentos me daban ganas de patear las piedras de la frustración, pero eran demasiadas, hubiera sido un esfuerzo claramente inútil para derrochar energías que necesitaba. 

Por suerte descubrí que la tierra a los costados del camino estaba bien sólida. No tenía guía alguna más que la brújula descalibrada del GPS, así que decidí guiarme por instinto mirando las cima de dos montañas por las que intuía que tenía que pasar más adelante. Me fui completamente fuera del camino por medio día, procurando no perderme pero me perdí igual, y después de andar varias horas entre arbustos evitando las filosas espinas de las plantas locales, me reencontré con el Kaoko-Otavi. 

La última tarde antes de llegar a Opuwo, me encontré con la primera aldea Himba, pero parecía haber sido abandonada. Sin embargo, cuando me acerqué a ver sus característicos iglúes de ramas y barro, descubrí que aún vivían allí tres chicas adolescentes y un hombre joven. No tenía ni la más remota idea de qué hacían allí, solitas las tres, ni cómo se sustentaban o cómo sobrevivían, y no sabía más que tres palabras en Himba por lo que nuestra comunicación quedó reducida a las señas. Eran simpatiquísmas, se mataban de risa por nada, me miraban con la misma curiosidad infantil que yo a ellas; y con la misma extrañeza que yo les tocaba los mechones de cabello que durante una vida entera han comprimido con barro y ocre, ellas acariciaban la "suavidad" del mío, se apoderaban de mis gafas de sol y se reían sin parar. Allí a

campé mi última noche junto a su choza. 

Cuando dí finalmente con los últimos kilómetros de asfalto hacia Opuwo en la C43, sentí que volaba al pedalear. Habían pasado unos 950 km desde Windhoek y creo que mi velocidad promedio en la mayor parte del camino anduvo en los 7 km/h. Cuando pisé el asfalto y podía andar a 23 km/h me sentía Superman sin capa. Pero ya sentía en mi cuerpo los efectos de tan riguroso tramo. El sol rajante de cada día combinado con el clima seco extremo me habían disecado la piel hasta resquebrajarla como a una hoja en otoño. En los talones se me abrieron cortes tan profundos que apenas podía pisar del dolor al caminar, los tajos en los labios descascarados me sangraban al sonreír y el ardor me forzaba a cerrar la boca. De todo, creo que lo peor fue la nariz, toda dolida por dentro, tirante. Los mocos que se forman en un clima tan seco son como estalactitas que pinchan como agujas en las fosas nasales. Es tan imperiosa la necesidad de sacarse los mocos que uno termina lastimando las finas membranas del interior de la nariz. A veces lleva tan pronto como 5 minutos tenerla tapada una vez más, hasta que duele tanto que uno ya no puede meterse el dedo de vuelta.  

Pero llegué al polvoriento pueblo de Opuwo con una felicidad y una sensación de realización que pocas veces he experimentado antes, habiendo hecho uno de los estrechos más duros que he enfrentado en mi vida de viajero en bicicleta, pero que a la vez me llenó de momentos sublimes de grandeza en los que he podido apreciar de lleno a solas, ya sin presencias que me disturben, la magia de este mundo. Ahora era momento de dejar la bicicleta allí y volver a Windhoek en furgoneta en busca de socializar, descansar, buena comida y recibir el resultado del gran veredicto: saber si me han otorgado la visa de Angola.