ADVERTENCIA: muchos de los comentarios y opiniones que leerán a continuación podrán resultar muy ásperos, pero prometo que son el más fidedigno reflejo de la experiencia frecuentemente miserable de cruzar Etiopía en bicicleta. Dada la radical diferencia que existe entre quienes viajamos en bicicleta por este país (y de aquellos que andan por el mundo a pie),con los que viajan por medios motorizados, no me siento particularmente predispuesto a aceptar objeciones ni cuestionamientos de quienes no lo hayan atravesado de la misma manera
Ya lo he contado más de una vez y me gusta recordarlo: las entradas a (y salidas de) las grandes ciudades del mundo en bicicleta no son fáciles y raramente son experiencias sencillas. Es un proceso de mucha tensión donde uno tiene que ir buscando el camino correcto en una metrópolis completamente desconocida, a medida que necesita ponerse mucha concentración para protegerse de un tráfico que es potencialmente peligroso a cada momento. Sumado a eso, en algunas ciudades, es vital mantenerse alerta en todo momento, ya que uno puede estar atravesando sin saberlo, zonas generalmente periféricas, donde el riesgo de encontrarse en el lugar incorrecto en el momento equivocado aumentan considerablemente. Pero así como es un proceso que generalmente se vive con bastante tensión puede ser también una experiencia fascinante como es el caso de las grandes ciudades africanas, y Addis Ababa, la capital de Etiopía es un buen ejemplo de ellas.
El mundo rural de las altas tierras etíopes se rompe drásticamente al llegar al gran cinturón periférico que rodea la gran Addis. El caos es inminente, una masa aglutinada de casas improvisadas de madera, chapa, cartón crece orgánicamente sobre una geografía aún rigurosamente montañosa a un promedio de 2400 m de altura. Vamos descendiendo y ascendiendo lentamente para no perder el equilibrio, por calles de tierra y piedras embarradas por la lluvia. Cruzamos mercados callejeros que venden todas las baratijas chinas imaginables, esquivamos gente que camina en todas las direcciones, los burros, las cabras. Nilóticos, bantúes, trigriños, afaris, somalis, oromos, la amalgama cultural es asombrosa. Los vendedores ambulantes que llevan más porquerías colgadas que un arbolito de navidad el 25 de diciembre en busca de ganarse unos centavos al día. El caos, el bullicio, las furgonetas destrozadas que hacen de colectivos públicos se abren paso como pueden desbordando de gente. El ayudante del conductor grita los destinos con la mitad del cuerpo fuera de la ventanilla mientras golpea la puerta llamando la atención de los potenciales viajeros,. Así nos vamos sumiendo en el increíble universo de Addis, una ciudad tan fea como deslumbrante.
Debemos llegar a pleno centro donde nos espera Claudio para recibirnos en su casa, un etíope cuyo abuelo italiano llegó con las fuerzas de Musollini, se casó con una etíope y con ella tuvo a la madre de Claudio quien se casó con otro italiano. Claudio ya es indistinguible de un italiano común y corriente pero ha crecido y vivido toda su vida en Etiopía. Él y su grupo de amigos etíopes nos muestran una nueva Etiopía, una muy diferente, la de las clases con mayores niveles de educación, una realidad que alcanza a tan sólo el 15% de este país. Lo recibimos como un nuevo respiro del hostigamiento, porque son gente realmente encantadora y obviamente no nos reciben ni nos despiden a piedrazos. A veces resulta tan claro el valor tan inconmensurable de haber podido acceder a la educación.
Nos lleva hasta la media tarde llegar a su casa, el desorden de Addis pone obstáculos constantes en el camino y como si fuera poco continúan las subidas y las bajas de colinas, que a nivel de caos urbano son notablemente peores y más peligrosas que en las zonas rurales. Como si no alcanzara con la naturaleza salvaje etíope de esta jungla urban, el gobierno no ha tenido más brillante idea que llamar a los chinos para que les armen un plan urbano y construyan un tren. Solamente una mente etíope puede concebir una idea de tal grado de estupidez, o de tal grado de corrupción quizás, para dejar que los chinos, quienes no se caracterizan precisamente por tener una visión urbana ajustada a lugares tan disímiles a su cultura, les construyan un tren urbano que contradice toda la naturaleza intrínseca de la ciudad. Si bien Addis es un infierno, es un infierno urbano orgánico que ha encontrado su propia, si bien retorcida lógica natural y permite que funcione y sirva a sus ciudadanos; el día que ese tren urbano planeado y construido por los chinos esté listo para salir a andar, la ciudad va a dejar de hacerlo del todo.
Delicias culinarias a la etíope
En esta megápolis africana, se hacen muy evidentes, más que en cualquier otra región del país, los vestigios de la influencia de los años de ocupación italiana. La comida es magnífica en Etiopía, no sólo los sabores locales como el fuul, el shiro, los tibs saturando el interiorcavernoso del omnipresente injera, un gigante panqueque esponjoso hecho a base de tef , de sabor ligeramente ácido, que absorbe las salsas especiadas que se vuelcan sobre él y que antes de deshacerse por la absorción se lleva a la boca. Aparte de todas estas delicias está el legado italiano, menuda bendición para nosotros qué de tanto en tanto necesitamos un respiro del menú promedio africano. En cualquier cantina de Addis, por un dólar,se puede comer un enorme plato de spaguettis al dente servidos con deliciosas salsas de tomate y acompañados con paninis frescos. El remate viene con las noches de pizzas, con verdadera mozzarella y salsa de tomata con una masa casi tan buena como la de las pizzas italianas o las argentina y cocinada en horno a la piedra!. Finalmente está el café, que en Etiopía es extraordinario y que aparte de poder beberse de la ceremonial forma tradicional, se encuentra en todas las formas italianas. capuccino, espresso y nuestro gran favorito, el macchiato, se sirven por centavos en cualquier barcito de todo Etiopía y hemos tomado tanto que creo que ha colaborado con agregar estrés a la ya tan estresante experiencia de cruzar este país en bicicleta.
Allá por el año 1999 pisaba Asia por primera vez. Había soñado toda mi vida llegar allí y en aquel primer viaje me vería sumido en un estado constante de deslumbramiento. A cada paso que daba me sentía una esponja en busca de querer absorberlo todo para no perderme de nada. Era la gente, las calles, la arquitectura, el tráfico, las comidas, los olores, pero de todo ello, fueron los mercados y su vida una de las cosas que más me cautivaba. Los años pasaron, volvería a Asia una y otra vez hasta terminar haciéndola mi casa. Casi 9 años pasaría en el continente viajando, viviendo y trabajando y los mercados que originalmente me habían resultado tan atrapantes, terminaron volviéndose parte común y corriente de mi vida cotidiana. Aunque nunca dejé de disfrutarlos perdieron ese elemento de fascinación que antiguamente había encontrado en ellos pero luego de mucho tiempo ya convencido de que jamás recuperaría ese sentimiento inicial, llegué al inmenso merkato de Addis Ababa y casi como un shock de adrenalina recuperé aquella primigenia excitación de la primera vez.
El merkato es el gigantesco corazón de Addis, una mancha urbana que se expande en todas las direcciones siguiendo la lógica orgánica de un amorfo organismo vivo. Se nutre de decenas de miles de personas que transitan el laberinto de sus infinitos callejones estrechos que conforman los canales de su estructura interna.
En ellos se comprimen a la fuerza millares de puestos de venta armados con palos, chapas, cartones y lonas donde se puede encontrarlo absolutamente todo. Cada uno puede tener tan sólo 50 cm de ancho y para comprimir aún más de ellos, muchas veces tienen dos pisos de alto y los vendedores se acurrucan dentro de ellos para trabajar.
Dentro del aparente caos hay un orden intrínseco que sólo los que frecuentan el lugar pueden navegar sin inconvenientes, hacer las compras necesarias y moverse a través de su ritmo frenético, entre el ruido y el desorden con la tranquilidad de un austríaco paseando por los jardines de Salzburgo.
La compresión en ciertos sectores es tal que parece que las paredes improvisadas de chapas están contenidas a presión listas para reventar en cualquier momento. Por los intersticios, pasadizos y huecos se escurren los que trabajan yendo y viniendo de talleres donde lo arreglan todo.
Finalmente está el repulsivamente fascinante sector sanitario. Un espacio público del merkato que tiene tanta basura, orina y tantos montones de mierda humana acumulados que es imposible pasarlo por alto aún si uno lo quisiera. En caso de tener una emergencia, es muy fácil llegar a él, sólo hay que seguir el camino que indica el olfato, siguiendo el hedor que penetra las fosas nasales hasta hacerlas arder de la pestilencia. Al llegar, el espectáculo es de un surrealismo trascendental.
El merkato no es un lugar estático, es un engendro urbano celular que nunca deja de crecer y todos los días se reproduce con el mismo desenfreno que los etíopes. Con su crecimiento parece ir devorando a Addis en el camino hasta terminar haciéndola parte de su digestión. Es un lugar tan repulsivo como increíblemente fascinante donde podría pasar días sino semanas perdiéndome en él.
Luego de unos días de descanso entre amigos en este fascinante mamarracho de metrópolis llamada Addis Ababa, , comiendo delicias italianas y mascando khat con los locales modernos, emprendimos la recta final de escape de este infierno de país maldito. Luego de más de un mes y medio cruzándolo, ya puedo aseverar tranquilamente que es el país donde peor la he pasado en el mundo gracias a la insoportable hostilidad de su gente, por quienes no logro generar sentimientos ni ligeramente positivos por más de unos pocos minutos a la semana. El objetivo por consiguiente, fue salir usando todas nuestras fuerzas, aprovechando ya la menor presencia de altas montañas, para huir hasta la frontera keniana lo más rápido posible atravesando el mítico valle de Omo. Salimos creyendo que lo peor ya había pasado, lo que no sabíamos era que lo peor recién iba a comenzar.....