ADVERTENCIA: muchos de los comentarios y opiniones que leerán a continuación podrán resultar muy ásperos, pero prometo que son el más fidedigno reflejo de la experiencia frecuentemente miserable de cruzar Etiopía en bicicleta. Dada la radical diferencia que existe entre quienes viajamos en bicicleta por este país (y de aquellos que andan por el mundo a pie),con los que viajan por medios motorizados, no me siento particularmente predispuesto a aceptar objeciones ni cuestionamientos de quienes no lo hayan atravesado de la misma manera.
La región del Tigray fue el principal, y quizás el único motivo, por el cual nuestra ruta por Etiopía tuvo el doble de los kilómetros que lleva cruzar el país por la vía más corta. Pensé desde el principio, que si de todos modos debíamos sufrir Etiopía, pues entonces que al menos sea compensándolo con lo mejor que tiene para ofrecer. En mi caso, llevaba años deseando visitar esta enigmática región del mundo de prácticas religiosas milenarias y exquisita arquitectura vernácula. Allí llegamos, luego de pasar la odisea de “la ruta de los italianos”, con el espíritu muy irritado y ya cargados de susceptibilidad, pero creyendo una vez más, que en esta remota provincia todo sería más tranquilo. Y una vez más... creíamos mal.
La espiritualidad truncada
Ya con mis energías de vuelta al 100%, emprendimos la salida de Axum luego de dos días de encierro total, decididos a llegar a la remota iglesia de Aba Yohani. No fue una decisión fácil de tomar, porque ya bien aprendimos que cada día que se pasa en bicicleta en este maravilloso país, su gente se esmera en transformarlo en una batalla miserable, y cuanto más duro es el camino más larga se hace la estadía. En este punto, cada decisión pasaba por elegir cuánto hostigamiento estábamos dispuestos a soportar a cambio de disfrutar un rato de tal o cual lugar. Supongo que es el espíritu aventurero pero también el masoquista el que nos condujo a Aba Yohani y de allí a Geralta, por los caminos más remotos del Tigray.
Los cambios al salir de Axum se hacen evidentes, de los paisajes de tierras fértiles nutridas por abundantes lluvias, pasamos abruptamente a las tierras áridas languidecidas por años consecutivos de sequías. Es difícil pensar que son menos de una centena de kilómetros los que separan un paisaje del otro y que la transformación visual sea tan grande. Del verde se pasa al amarillo pero las montañas no dejan de dominar el horizonte y seguimos subiendo y bajando incansablemente por caminos de tierra entre los 1800 y 2000 m sin cesar. Las formaciones son de rocas peladas, puntiagudas y el horizonte de nubes negras amenaza con lluvias que nunca llegarán; hace 3 años que prácticamente no llueve por aquí.
El cambio cultural se manifiesta inicialmente en el lenguaje, aquí se habla el tigriña, el lenguaje compartido con Eritrea, que al igual que el amárico nos resulta igual de incomprensible. La vestimenta y los peinados también cambian pero lo más notable son los rasgos que reflejan una vida castigada por un medio ambiente inhóspito. Surcos profundos que trazan los rostros de la gente y manos que delatan una vida entera dedicada a labrar la tierra a mano de sol a sol. Hombres y mujeres sencillos de miradas serias y sonrisas apagadas que se detienen a mirarme con curiosidad pero que parecen demasiado cansados como para verse exaltados.
Rumbo a Aba Yohani experimentamos lo inesperado, 80 km de camino rural donde la gente e incluso los niños son inusualmente tranquilos, y en vez de comenzar con la habitual rutina de hostigamiento, nos saludan efusivamente sin salir a corrernos detrás de la bici. Me llenan de optimismo y empiezo a recuperar la fe en la humanidad de los etíopes, pero no dura mucho. Al final del día cuando nos encontramos en el espantoso sendero para burros que conduce a esta remota iglesia, nos abordan de nuevo. Sin embargo, estamos en una región muy aislada, ahora atrapados en el barro, se está haciendo de noche y las lluvias que no llegaban hace 3 años deciden presentarse. De modo que no nos queda otra opción que esforzarnos por revertir su naturaleza salvaje. Es así que luego de un par de kilómetros de seguirnos, logramos amigarnos con ellos y hasta nos terminaron ayudando a empujar las bicicletas por el barro hasta llegar a la base de Aba Yohanni. La iglesia está cerrada pero me dicen que vaya a la casa del sacerdote a pedir permiso para acampar en la base.
Me acerco despacio saltando arbustos por el monte, hasta una sencilla casa de madera donde veo gente. Un hombre me invita a pasar y tras una pared de troncos de árbol, me encuentro con una reunión de gente local junto a varios sacerdotes. Están comiendo injera y bebiendo tela. Intuyo que estarán celebrando algo cuando al verme con sorpresa me reciben muy amablemente. Me es imposible comunicarme en tigriña y recurro a los gestos para llegar al sacerdote, quien me mira fijamente envuelto en su turbante y me invita una enorme copa de tela, un fermento local que parece agua con barro y apesta a alcohol con tierra. Tomo un trago para responder gentilmente a su invitación, disimulo las arcadas y le devuelvo la copa con una sonrisa forzada. Me dicen que la iglesia la podré visitar mañana pero no entienden qué quiero decir con los gestos de acampar, así que luego de irme nos dirigimos a la base a oscuras y bajo la lluvia. Mientras buscamos un lugar con poco barro, aparece un sacerdote que parece salido de un cuento de magos quien nos ilumina con una linterna y nos dice que no hay problema que acampemos allí.
Luego de una fría noche de lluvia salgo de la tienda a las 6 am y me encuentro con un día radiante. Miro decenas de metros hacia arriba, al muro vertical bajo el cual acampamos y veo en la roca la mancha blanca que indica la “fachada” de Aba Yohani. Es tan impactante la ubicación que es difícil de creer que allí arriba haya una iglesia, pero más difícil de imaginar es el camino que conduce a ella.
Aba Yohani es una de las centenas de iglesias excavadas en la roca que hay en los alrededores, muchas de ellas aún sin descubrir. Allá por los siglos III y IV, la comunidad cristiana ortodóxa etíope era perseguida por los árabes y los otomanos, pero su fe y devoción eran demasiado grandes como para dejar su practica. Esto los llevó a construir magníficas excavaciones religiosas en las intrincadas formaciones rocosas del Tigray donde pudieron seguir congregándose a escondidas para ejercer la peligrosa tarea de practicar su fe. Como resultado, ha quedado uno de los legados más magníficos de arquitectura vernácula religiosa donde hasta hoy en día el cristianismo se sigue practicando como se practicaba 1700 años atrás.
Desafortunadamente, la deslumbrante experiencia de visitar estas milenarias iglesias, está teñida por la enfermiza obsesión de los etíopes por sacarle la mayor cantidad posible de dinero a los faranji (hombre blanco). Desde el primer sacerdote que encuentro en el ascenso me empiezan a pedir dinero. Trato de subir solo pero me dicen que me tienen que indicar el camino y que me tienen que llevar a ver al sacerdote que tiene la llave para que me abra la iglesia. Uno de ellos me guía por el sendero empinado de rocas sueltas, pasadizos y túneles escondidos que conduce hacia la puerta de la iglesia. 30 minutos más tarde, luego de pasar a ciegas y agachado por un estrecho túnel negro, aparecemos como por arte de magia en un corredor montado sobre el acantilado. Miro hacia adelante conteniendo el vértigo y las vistas me dejan sin palabras. Otros cuatro sacerdotes envueltos en sus mantas, se encuentran sentados en la roca contemplando el horizonte. La imagen es sublime.
Me siento con ellos esperando tener un intercambio interesante pero me encuentro teniendo que debatir con señas un precio razonable para entrar a la iglesia. Uno quiere dinero por haberme llevado hasta allí, otro me demanda el precio del ticket “oficial” y otro me dice que tengo que pagarle porque él tiene la llave de la puerta y si no lo hago no me abre la iglesia. Otro me dice que es cierto que el acceso de mujeres no está permitido, pero que por un poco de dinero la puedo llamar a Julia para que venga. - Tenían que ser etíopes - pienso para mí mismo intentando contener las ganas de empujarlos por el acantilado. Luego de media hora de discusión por gestos y señas, les pago una fracción de lo que me quieren timar y cuando les extiendo el dinero, les hago entender que cuando yo me muera, me voy a ir al cielo, y todos ellos al infierno. No los enojó tanto eso como cuando les dije que de Dios no saben nada. Finalmente, nos relajamos todos un poco y me mostraron la iglesia, y una vez más me volví a quedar sin palabras.
Estas magníficas iglesias se encuentran repartidas por toda la región y solamente los locales saben llegar a ellas. Están todas hábilmente escondidas, los senderos para llegar a ellas son brutales y requieren largos y peligrosos ascensos en la roca, no hay indicaciones de ningún tipo, la gente habla sólo tigriña y la población es escasa. Justo antes de iniciar un trayecto de 80 km muy duros, Julia destroza su desviador trasero producto de un descuido y esto la deja sin cambios, en uno de los países más montañosos del mundo. En una región tan remota y miles de kilómetros alejados de cualquier repuesto posible, me toca ingeniármelas para remendar menudo desastre y al menos encontrar una solución para que siga rodando. Decido acortar la cadena, sacar el desviador roto y pensar una combinación de platos y piñón lo suficientemente flexible para que pueda sobrellevar las montañas por venir. La solución es limitada y le permite rodar relativamente bien, pero cuando nos encontramos en el brutal sendero de burros que nos conduce desde Aba Yohani hasta Geralta le toca empujar las cuestas muy empinadas resbalándose entre las rocas sueltas y perdiendo control de la bicicleta. Frustrada por la bicicleta rota y la dificultad del camino, debe hacer un enorme esfuerzo para poder seguir mientras me maldice por los caminos que elijo.
Por varias horas vamos subiendo y bajando, empujando pendientes absurdas, esquivando burros y resbalando entre las piedras. Si bien es un día de mucha tensión, sobre todo para Julia que le toca lidiar con la disfuncionalidad de su bicicleta, al menos en este sector no hay gente. Se siente como una bendición, casi como un milagro que no haya etíopes por tramos de varios kilómetros seguidos!. Al final del día, en el medio de la nada, llegamos a una aldea sin nombre y que no figura en ninguna guía para turistas. Hay gente, pero hasta los niños son tranquilos y nos miran con curiosidad sin molestarnos mientras montamos la tienda en una colina junto al predio de una iglesia.
Era sábado a la noche y por algún motivo que desconozco, un grupo de sacerdotes comenzó a rezar a las 12 de la noche y continuó durante toda la madrugada. El sonido de sus rezos hacía eco dentro de la iglesia llegando hasta nuestra tienda y lejos de molestar, le dieron a aquella noche una atmósfera muy especial. Al día siguiente, domingo a las 6 am, salgo de la tienda y veo a decenas de fieles congregados alrededor de la iglesia; fue allí donde por primera vez experimenté la verdadera y genuina devoción de los tigriños. La iglesía en sí, arquitectónicamente no tiene nada de especial, pero en su patio trasero esconde a otro edificio de piedra más tradicional. Allí, descubro a un grupo de hombres repartidos por el jardín, envueltos en mantas blancas, muchos leyendo sus biblias, en absoluto estado de contemplación. La espiritualidad se respira en el aire y me muevo con movimientos suaves para no disturbarlos.
Un sacerdote de mirada solemne y crucifijo en mano aparece y con señas me dice que me invita a visitar la iglesia vieja. Mi escepticismo me pone en guardia y espero el momento en el que me exija dinero a cambio, pero ese momento nunca llega y bajo felizmente mis defensas. Destraba el candado que traba las enormes argollas del viejo portal de madera y al abrirlo me encuentro en un espacio único. No tengo idea cómo se llama, ni cuántos siglos de antigüedad tiene, pero esta iglesia es una auténtica joya desconocida. El sacerdote destapa los magníficos frescos que cubren las paredes y un hombre entra inmediatamente para leer la biblia junto a ellos
El sacerdote me lleva por los pasillos perimetrales enmarcados por altos muros de piedra, donde la luz dorada del amanecer se filtra por los ventanales bañando parte de los muros y formando un chiaroscuro mágico. La mera presencia en ese lugar parece sumirlo en un pacífico estado de meditación. Se toma de su crucifijo y de una estampa de la Vírgen y permanece quieto por varios minutos mientras lo observo en silencio. En ese momento, es capaz de transmitirme la paz que percibo que lleva adentro.
Al salir, me doy cuenta que hombres y mujeres se encuentran separados en diferentes lados de la iglesia nueva. La misa transcurre adentro pero no pueden entrar, deben permanecer afuera mientras los sacerdotes llevan a cabo la ceremonia dentro, recitando versos y esparciendo el humo de un incienso que llevan en un recipiente metálico colgado de una larga cadena. Muchas mujeres se apoyan contra el muro como tratando de escuchar, o quizás incluso sentir, através del mismo para seguir la ceremonia.
Sigo moviéndome despacio alrededor de la iglesia hasta encontrarme del lado de las mujeres, quienes siguen el proceso de la misa con la misma devoción que los hombres. Están tan compenetradas en aquel momento que no parecen notarme, es como si fuera completamente invisible en un país donde usualmente te gritan apuntándote con el dedo, y me cuesta creerlo. Me quedo contemplando aquel momento hasta que todas las mujeres se postran con la frente contra el piso y se quedan allí por varios minutos. Es una imagen muy fuerte y con ella me quedo, para despedirme de aquella magnífica experiencia sin molestar.
Al salir de la aldea , el paisaje se vuelve aún más árido, el sol más fuerte y de una geografía mayormente chata aparecen los grandes macizos verticales de roca pelada de Geralta. Allí, quién sabe dónde, incrustadas en la altura entre pináculos de roca, se encuentran decenas de iglesias, tan bien escondidas que son invisibles a los ojos. Pero poco antes de Megab, ya entramos en territorio de iglesias listadas en las guías de turismo y a pesar de que la llegada de turistas aquí es aún muy limitada, todo vuelve rápidamente a la horrorosa normalidad etíope. En lugares que parecen estar completamente vacíos, los niños aparecen como gusanos debajo de las rocas, gritándonos histéricamente, cargados de piedras para divertirse jugando al tiro al blanco con nosotros. Escapar, rezongar, putear y perseguir, es una vez más un esfuerzo totalmente inútil, no nos queda más que hacer el cada vez más increíblemente difícil esfuerzo de soportar.
Encontrar esta magnífica iglesia del siglo IV es sólo posible de la mano de un local y aún así no es tarea fácil. Siguiendo indicaciones locales, llegamos por un angosto sendero de tierra hasta una casa de piedra donde dejamos las bicicletas con la familia que allí vive. Desde ahí, el niño mayor nos guió através de arbustos, ríos secos y terrenos arados, hasta la base de una gran montaña rocosa. Allí encontramos a un sacerdote que ascendía en ese momento. Él se encargaría de cobrarnos el ticket oficial de entrada y de enloquecernos todo el resto del camino para que le diéramos una excesiva propina por llevarnos hasta arriba y porque él tenía la llave para abrir la puerta. A diferencia de las demás iglesias, no se puede llegar a Abuna Yemata sin ayuda. El ascenso lleva unos 45 minutos y el último tramo involucra una escalofriante escalada vertical de una pared de piedra de 20 metros de altura, que se debe hacer descalzo por motivos religiosos.
Ya una vez en la cima del primer pináculo, para llegar a la puerta de entrada queda un corredor resbaladizo calado en la roca que avanza junto a un vacío con una caída libre de 200 m de altura. Cada paso es premeditado y uno trata de pegarse a la piedra aún cuando no haya lugar alguno de donde sujetarse. Las vistas ponen la piel de gallina, no sólo por el vértigo que generan sino por el paisaje magnífico que nos rodea.
Quien quiera que haya construido esta iglesia en el siglo IV, y todos los fieles que aún hoy en día atienden a los bautismos colgando con sus bebés, las comuniones, las circuncisiones y casamientos y las misas que se celebran aquí arriba, no me queda duda alguna de que sólo una profunda fe los puede mover a llegar hasta aquí. Hemos visto gente de más de 70 años haciendo este camino para el cual se requieren nervios de acero. Al entrar, nuestro insoportable sacerdote devenido en guía, se pone a recitar un pasaje de una biblia de la misma edad de la iglesia, hecha de hojas de grasa de cabra y escrita a mano. El libro es una reliquia tal que creo que compite en grandeza con la mismísima iglesia.
Si por un momento me olvido de las demandas previas de dinero del sacerdote, y lo escucho en silencio recitar la biblia en amárico, me quedo extasiado mientras contemplo estos mágnificos frescos de colores vibrantes pintados sobre las paredes y las cúpulas que tan exquistamente fueron excavadas en este macizo de roca. Evidentemente la fe no sólo mueve montañas sino que también es capaz de excavarlas y convertirlas en magnífica arquitectura. Este es quizás el ejemplo más espectacular de arquitectura vernácula que he visitado.
Si la subida es escalofriante, la bajada parece un ejercicio suicida. Hacer malabarismos tratando de embocar cada pie en las hendiduras en la roca, mientras vemos la caída libre debajo nuestro no es tarea fácil. Sobre todo cuando el sacerdote lo hace con la agilidad de una lagartija y se pone más insoportable que nunca ahora que la visita llega a su fin y aún no le hemos dado un céntimo de la exorbitante propina que nos pide. En ese momento, no sabía qué podría ser mejor, si darle el dinero o un empujón hacia el abismo para que se calle de una puta vez (sí, lo sé, ese es el amor que me generan los etíopes). Deseando más lo segundo que lo primero seguimos el descenso, y ya una vez en tierra firme, acordamos una propina razonable, que no fue el triple del costo de la entrada a la iglesia con la que él fantaseaba, sino mucho menos, pero aún así le dimos mucho más que lo que le dan habitualmente. Una vez que nos sacamos a esta sanguijuela de encima volvimos a la casa donde dejamos las bicis, donde la familia nos esperaba para ofrecernos la tradicional ceremonia del café.
Muy lejos están los etíopes de los japoneses, y con este paralelismo no quiero insultar a estos últimos, pero así como ellos tienen la tradicional ceremonia del té, estos tienen la del café y salvando las distancias, es una ceremonia no menos interesante. Hoy por hoy, en cualquier café de pueblo o ciudad etíope, todos parecen ofrecer el servicio de ceremonia, pero cualquiera de ellos es incomparable a vivirlo en una casa tradicional con una familia local decente, en un lugar tan remoto. La ceremonia comienza tostando los granos de café crudos en una sartén sobre las brasas. Luego de algunos minutos, cuando comienzan a desprender su delicioso aroma se quitan del fuego y se colocan en un mortero. La mujer pone el agua en la bellísima vasija tradicional y mientras espera el hervor realiza la molienda a mano. Finalmente el café se vierte en la vasija y se deja reposar por varios minutos. Durante la espera, se enciende incienso y su perfume se esparce por toda la habitación donde se beberá el café. Tres rondas de pequeñas tacitas se sirven para completar la ceremonia y el café, el café etíope, es de los mejores del mundo!
Salimos de Geralta en camino a Wukro através de otro sendero maldito, donde sobraban niños aún más malditos. Al vernos venir lentamente en las bicicletas luchando entre las piedras y cascotes del camino, se les podía ver los ojitos brillar por tan grata oportunidad para hostigarnos. Al pasarlos comenzaba la habitual sinfonía: “faranji! Give money, give me money, give me money!.....”(Hombre blanco! Dame dinero, dame dinero, dame dinero!). Luego seguía la habitual corrida, las carcajadas burlonas y el delicioso final, cuando las piedras que acabábamos de esquivar ahora volaban pasándonos por las orejas y reventando contra el piso a nuestro lado. “Malditos hijos de puta! si tan sólo los pudiera agarrar del pescuezo con la cadena de la bicicleta y arrancarles las tripas con las llaves allen” es uno, de un sinfín de sentimientos venenosos que esta gente me genera. Por otro lado, al pasar junto a un adulto, que pasa sus horas matándose labrando la tierra bajo el sol y me saluda con una sonrisa alegre, quedo perplejo ante la disparidad abismal que existe entre adultos y niños en este país, cuando los primeros son los mismos que crían a estos últimos.
Han pasado ya unas dos semanas desde que entramos en el Tigray y llegamos exhaustos a Wukro, ya sobre la carretera principal a Addis Abeba. Allí encontramos un necesario espacio de paz en la Misión del Padre Ángel Olarán, cuya obra ha hecho del pequeño pueblo de Wukro y su gente un verdadero oasis en este zoológico humano de país en el que los animales son más civilizados que la gente. La experiencia de cruzar Etiopía sigue siendo un desafío frustrante, repartiéndose igualmente entre sublimes momentos de grandeza y enfurecedores momentos de odio. Para aquel momento, la balanza ya claramente se había inclinado y decidimos que sacaríamos a Lalibela para ahorranos 35o km del recorrido original y acelerar el largo camino que aún nos quedaba para salir de este maldito país. Tanta miseria no vale la pena por tan sólo un rato de belleza y tanta era la miseria que nos quedaba por delante.