Si llegaron hasta aquí, luego de haber leido todos los relatos de Sudán, no les resultará sorpresa leer cómo me siento con respecto a este país y específicamente hacia su gente. Muchos de los que están al día con las noticias lo encontrarán confuso, al fin y al cabo prácticamente lo único que se lee sobre Sudán es malo por decir poco. Los medios, especialmente los de Estados Unidos, no hesitan en meterlos dentro de una gran bolsa de terroristas musulmanes asesinos, alimentando una campaña de odio para poder concretar eventualmente los intereses de unos pocos. Otros difunden exclusivamente sus conflictos, como la reciente
condena fallida a una mujer cristiana por abandonar el Islam, o en el pasado la crisis de Darfur. No, Sudán no es perfecto, tiene su cuota de problemas y un largo camino hacia corregirlos, como ocurre en todo el mundo.
Como en muchos otros países africanos, el país está controlado hace 25 años por un tirano y sus secuaces, quienes utilizan el poder militar y el mal uso de la religión para el exclusivo beneficio de su club de amigos. Gobiernan con mano de hierro y con la corrupción endémica corroen el funcionamiento del país entero, dañando a su gente y su imagen, en consecuencia alimentando en el camino el discurso maligno de otros. Unido a esto, la independencia de Sudán del Sur, dónde han quedado los grandes yacimientos de petróleo que tradicionalmente constituyeron la principal fuente de riqueza del país, lo ha hundido en una crisis económica que parece no tener fin, ni solución y probablemente no la tenga tampoco. Atrapados entre un gobierno maligno, la ausencia de recursos y un embargo mundial promovido como es habitual, por Estados Unidos, cientos de miles de sudaneses deben buscarse la vida fuera del país y esto es un hecho muy doloroso para sus familias. Es extremadamente inusual encontrar una familia que no tenga a uno o varios parientes viviendo fuera del país.
Al pasear por el distrito de lujosos edificios del poder gubernamental, militar y policial en Khartoum, nuestro querido Mohammed, un sudanés promedio, mira suspirando y nos dice: "todos esos edificios deberían ser universidades, hospitales, escuelas" (los cuales se caen a pedazos). Cada día tengo más la sensación de que cuanto más buena es la gente de un país, más brutal es su gobierno. ¿Será acaso la bondad desinteresada de una sociedad y/o cultura la que le es funcional a unos pocos obsesionados por el poder para poder llevar a cabo su perversidad personal?
Cuando el Tíbet era aún un país independiente, los tibetanos recibían a los primeros invasores del Ejército Rojo de Mao con curiosidad, intriga pero ante todo con afecto. En Birmania, le llevó décadas a la gente comenzar a sublevarse contra la brutal junta militar. En Uzbekistán y Turkmenistán sus dictadores pueden abusar libremente no sólo por tener las armas sino también gracias a el espíritu pacífico de su gente. Los ejemplos son muchos y Sudán es uno más de ellos, países en donde la gente es predominantemente pacífica y naturalmente no violenta y sufren gobiernos crueles.
Si hay algo que es cierto y que sólo las pocas personas que visitan el país saben, es que los sudaneses son efectivamente unos terroristas. Su arma es la hospitalidad y es un arma tan poderosa que tiene el poder de abrazar el alma de quién quiera que los visite y es infalible, porque no da lugar a resistencia alguna. Te desarman, te aceptan y te integran a su vida como parte de su propia gran familia, vengas de donde vengas. Ante todo eres persona, eres un invitado y eres una bendición. Es cierto que en todos los lugares del mundo existe gente buena, pero en Sudán abunda, hay algo en ellos que los hace sobresalir del resto y se siente a cada paso en su país, en sus sonrisas, su humildad, su simpleza. Vale la pena hacer la distinción de que no son sólo buenos con nosotros los visitantes, como es común en muchos lugares, son buenos entre ellos también, se nota, se respira en el aire, se ve en la calle en el día a día. La violencia prácticamente no existe. La gente responde pasivamente al sinfín de "conflictos" que surgen en la vida diaria, conflictos que en países como el mío terminarían como mínimo, en una catarsis de agravios e insultos personales seguidos de una golpiza.
Los sudaneses construyen su propio parámetro del tiempo. El tiempo en Sudán no se mide en horas, minutos y segundos, se mide en la calidad de los encuentros que mantengas y su medida de duración es irrelevante. La puntualidad queda reducida a la frialdad de una cultura calculista; no importa la hora a la que te encuentres, lo importante es que el encuentro, cuando llegue, sea un momento auspicioso, valioso para el corazón de cada parte y contribuya a la felicidad de tu día ¿qué importan la hora y la duración?. Para quienes venimos de la cultura que cultiva la eficiencia técnica, la productividad (en última instancia económica) a toda costa y la optimización de los tiempos, Sudán es seriamente desconcertante! Si me dices que vuelves en 20 minutos ¿por qué vuelves en 5 horas? Si me pasas a buscar en una hora ¿por qué vienes en 3? Si estaba listo para mañana ¿por qué llevo dos semanas esperando?. Estamos tan automatizados en la maratónica tarea de correr por lo irrelevante, que nos olvidamos de que es más importante saborear un encuentro, hacerlo único y especial dure lo que dure, que estar preocupados por la hora a la que tiene que ocurrir el próximo evento de nuestra vida. Los sudaneses nos obligan a desencadenarnos del reloj y reconectarnos con nuestra primigenia cualidad natural de ser esencialmente, seres sociales y recordar que sin esas conexiones sociales, no podríamos siquiera sobrevivir. Romper las ataduras a la vida regida por el tiempo medido a reloj, es una de las lecciones más valiosas que me llevo de aquí. Mientras la cultura mercantilista de la acumulación de cosas se globaliza cada día más, aplastando en su camino a los valores que más contribuyen a una sociedad más sana, es en los países y regiones más aislados de este proceso donde sobreviven los valores que deberían realmente ser globalizados.
Me llevo de regalo familias, amigos, conocidos que me han enriquecido como persona, me han enseñado a través de hechos, el inmenso valor de una sociedad donde la hospitalidad es generalizada, de dar al prójimo por el simple acto de dar sin esperar recibir algo a cambio, porque en última instancia, el mayor beneficio de hacer feliz al otro, es que nos hace felices a nosotros mismos. Sudán no será perfecto, pero lo menos que puedo hacer es transmitir de la manera más fidedigna posible, el costado del país que probablemente nunca verán en los siniestros medios de -mala- comunicación. Es la gran mayoría del país, no una ínfima porción como la que se muestra en TV, la que vive por servir al prójimo. Hoy, una parte mía se ha hecho sudanesa y es un sentimiento muy bonito. Sudán ha crecido dentro mío, Sudán es mi casa, Sudán son mis amigos. Sudán es el inconsistente país de arena con gente consistentemente amable, al que siempre volveré....Insha´Allah