Mucho más que las imágenes idílicas de siluetas de camellos, andando lentamente en caravana por las onduladas dunas doradas al atardecer, el Sahara es para muchos, el lugar a dónde se viene a ganarse la vida. En este vasto inhóspito océano de arena, el calor abrasivo, la crudeza del viento y la crueldad del sol, hacen impensable que pueda ser posible encontrar un medio para ganarse el sustento. Sin embargo, desde el inicio de los tiempos, el Sahara le ha regalado a la humanidad su metal más anhelado: el oro. Ese brillo dorado que desde el antiguo Egipto hasta la China del siglo XXI ha enceguecido al mundo entero, lleva a millones de personas a movilizarse en busca de él donde quiera que se encuentre .Juntando migajas
El termómetro marca 55 C a las 10 de la mañana de un domingo cualquiera de abril en el mercado del oro de Delgo. A simple vista, lo único que se ve desde la ruta es un frente de puestos de chapa montados rudimentariamente. Allí, unos 300 metros tierra adentro, los autobuses que cruzan el desierto hacen paradas de descanso. Sin embargo, una caminata de 5 minutos en la arena hacia la parte trasera de las filas de casas de té y restaurantes, revela un gigantesco asentamiento de tiendas de trapos y lonas primitivamente sostenidas entre palos y sogas. Precario, polvoriento, abatido por el viento, hacinado y comprimido bajo un calor aplastante, en el mercado se buscan la vida millares de buscadores de oro provenientes de las partes más empobrecidas de Sudán y los países limítrofes.
Las camionetas cargadas de mineros se ven desaparecer y reaparecer en el medio de la nada. Viajan aplastados en la caja trasera hacia lo más profundo del Sahara, a excavar con picos y palas 12, 15 horas al día bajo el sol abrasante. Van en busca de nuevos yacimientos de oro, pero muy lejos atrás han quedado aquellos días de bonanza en los que se tropezaba con rocas de oro al caminar. Hoy hay que cavar profundo en sectores extremadamente remotos y aún así, eso no asegura nada. Desde la antigua civilización egipcia hasta las mineras multinacionales chinas del siglo XXI, todos han venido para llevarse el oro del Sahara nubio, y de aquellas rocas doradas han quedado tan solo migajas. Para muchos, es la única esperanza de hacer unos pocos dólares a la semana. Desde la separación de Sudán del Sur de Sudán, el país se ha quedado sin el otro oro, el negro, el que ha sido tradicionalmente la base de su riqueza. Hoy el oro es mayormente explotado por compañías mineras chinas y turcas y el resto se reparte entre aquellos pobres que quieran aventurarse a levantar las migajas restantes. El gobierno dispone que quién encuentre oro, será dueño de él. El mercado de Delgo, es el punto de confluencia de todos aquellos que buscan esta ilusión. Aquí se procesan todas las rocas provenientes del desierto de las cuales se extrae eventualmente el oro.
El proceso comienza en las máquinas moledoras, que muelen las rocas hasta reducirlas a un polvo muy fino. La operación manual de las mismas tiene a los operarios trabajando en una asfixiante nube de polvo permanente y a temperaturas que fácilmente alcanzan los 60 C.
Luego de arrojar las rocas, las máquinas escupen polvo en todas las direcciones. A veces es tanto que no se ve nada alrededor. Para muchos es tan difícil respirar en esta espesa nube que, a pesar del calor, necesitan envolverse la cabeza en sus propias ropas.
Otros no pueden tolerarlo, sus cuerpos quedan íntegramente bañados en polvo, y con sus rostros permanentemente fruncidos reflejan la miseria de cada minuto en su trabajo. Sin embargo, ni trapos ni orejeras de tela alcanzan para minimizar el estridente sonido de las rocas explotando contra las piezas trituradoras de la moledora. Es un sonido que ensordece hasta enloquecer.
Por la parte trasera de la máquina sale el resultado de la molienda, un hombre se sitúa allí sosteniendo la bolsa que la acumula. La precariedad de las máquinas es tal, que frecuentemente se atascan y todos tienen que salir corriendo. Rodillos metálicos, tuercas y tornillos de un sistema arrebatado por el uso, salen disparados en todas las direcciones como proyectiles en la guerra cuando el mecanismo colapsa. La gente tiene que escapar como sea hasta que la máquina se detenga por sí sola.
Una vez que las bolsas se llenan, se llevan a las piletas de agua, donde comienza el siguiente paso. Sentados con las piernas sumergidas, los hombres aquí tienen agua pero no tienen techo. Pasan el día entero bajo los rayos del sol, es el mismo sol que vemos en todos lados pero aquí, los rayos parecen perforar como el láser. Son el mal necesario que necesitan los hombres para detectar el brillo del posible oro.
Se baten una y otra vez en forma circular. Se quita y agrega agua constantemente y se sigue batiendo. Se trata de lograr que el fino polvillo de oro comience de a poco a separarse de la arena.
Luego de varios minutos se quita cuidadosamente el excedente de agua, dejando en la base el polvo húmedo al que se le echa un líquido separador. Como bien lo dice su nombre, este líquido de color plateado brillante, tiene la función de absorber las partículas de oro que se encuentran pegadas con la tierra. La palangana se sacude de modo que el separador pase a través de toda la base. El oro se pega como un imán al separador, y el mismo es finalmente vertido en una pequeña botella.
Con el separador llega el momento de la verdad. Botella en mano, el último eslabón de esta cadena se dirige hacia las tiendas de los comerciantes. En la puerta tienen el rudimentario sistema de calentamiento que se utiliza para finalmente desprender al oro puro de la mezcla con el separador. Muchos esperan todo el día este momento. Alrededor de un precario e improvisado horno de barro relleno de carbones encendidos, se ponen en cuclillas quienes echan pequeñas porciones de la mezcla mágica en un gran cucharón.
Atizan y esperan pacientemente a que la química haga su trabajo, esperan el milagro. Esperan aquel momento en el que el plateado se vuelva dorado. El milagro, sin embargo, llega atomizado en diminutas partículas. De las rocas de oro del pasado, hoy tan solo quedan las migajas. Mucho menos de un gramo por cada botella de separador se obtiene.
Con extremo cuidado de que la, a veces ínfima bolita de oro resultante, no se caiga de las manos, se entra a la tienda de los comerciantes, que ansiosos se sientan todo el día esperando el resultado de la cosecha. Ellos no hacen nada más que esperar, con la balanza en una mano y el dinero en la otra, mientras beben un vaso de té tras otro.
Aquí son los ricos, son los que tienen el capital. Sin ellos, sería imposible para cualquiera de estos hombres dedicados a esta vida mantener un negocio viable. A abril de 2014, el gramo de oro en el mercado de Delgo se cotiza a un equivalente de unos 33 dólares, pero puede llevarle varios días o hasta semanas a cada uno de estos trabajadores llegar a juntar las migajas suficientes para llegar al gramo. Los comerciantes por su parte, las juntan una por una hasta lograr una porción suficientemente grande como para enviarla en camino al mercado mundial de los commodities y la especulación financiera. Mientras tanto, aquí todos deben quemarse el lomo como carne asada por unas pocas migajas que les llenarán el plato de comida al final del día, pero no mucho más. Esta es la magia, la magia del oro.
El mercado de oro de Delgo es mucho más que un mercado, es una gran ciudad de tiendas de harapos improvisada en el medio de la nada. Una mirada al turbio horizonte a lo largo de sus calles de arena muestra imágenes de pueblo fantasma; es difícil imaginar que alberga a millares de inmigrantes internos y externos. Su naturaleza es de carácter temporal, todo aquí es tan pasajero como la fiebre, la mismísima fiebre del oro que los mueve hasta aquí persiguiendo la ilusión de encontrar una subsistencia más brillante.
Mientras la fiebre dure, esta gente vivirá en esta enorme comunidad de buscadores. Vienen desplazados por el conflicto, tanto de regiones castigadas como Darfur, aquí mismo en Sudán, como de Chad, Sudán del Sur, República Centroafricana; países devastados por las sequías, las hambrunas, los eternos conflictos tribales que son parte inherente de su existencia. Paradójicamente, ellos encuentran en esta caldera del infierno el escape (o la perpetuación) de cada uno de sus propios infiernos personales, los de una vida que parece obligarlos a vivir escapando, a vivir en tránsito, en marcha a lo largo de un camino sinfín hacia una vida mejor que nunca llega.
En Delgo encuentran todo lo que necesitan menos placeres. No hay lugar para la fiesta ni el vicio, el acceso de las mujeres está estrictamente prohibido, como también lo está la permanencia de menores de edad. Es una enorme comunidad de hombres cuya vida, los ha hecho fuertes a la fuerza. Usan la fuerza para trabajar y mantenerse en pie, hasta que esa misma fuerza diga basta y los abandone para caer del cansancio en donde quiera que estén. Aquí no se duerme, se colapsa, aquí no se descansa, se muere temporalmente entre turnos de trabajo.
Aquí no hay jefes tiranos, ni un horario laboral, porque se trabaja día y noche cuando es la dictadura de la miseria la que dispone el régimen de la vida de la gente. Adentro o afuera, arriba o abajo, a un costado u al otro, no hay escape al calor, que bajo el sol desuella y bajo el techo asfixia.
Pero no importa cuánto calor haga, no importa qué hora del día sea, siempre hay valientes trabajando en todo momento. Las imágenes del trabajo se altercan con las de la vida cotidiana.
No son sólo los buscadores de oro quienes encuentran su sustento aquí sino todos aquellos individuos que vienen a proveer a los trabajadores con las cosas esenciales. Los vendedores de té, de agua fresca del Nilo, de snacks, deambulan por las calles de arena desafiando igualmente al calor con tal de hacer unos centavos.
Del mismo modo, se establecen comercios de herramientas, cables, máquinas, repuestos y talleres para reparar todos y cada uno de los componentes necesarios para mantener a esta urbe y sus trabajadores en movimiento.
Los servicios de transporte, envíos y traslados son mayormente de tracción a sangre, en carros tirados por burros. Es el único lujo que pueden pagar aquellos que no quieren tener que llevar a cabo el suplicio de caminar bajo este sol. Con una larga varilla de bambú, los chóferes latigan a sus animales igualmente agobiados por el calor, para andar más rápido en una tierra de andar lento; mientras andan, gritan ofreciendo sus servicios.
El trabajo infantil está estrictamente controlado, pero aún así, aquí y allá aparecen algunos adolescentes intentando robar un momento de privacidad para tener una chance de encontrar unas migajas de oro. Eluden fácilmente a un puñado de soldados ociosos, que tirados desde una cama en su puesto de control, hacen que controlan lo que no tienen ganas de controlar.
Finalmente, el espacio al que muchos concurren 5 veces al día rigurosamente sin excepciones. La improvisada mezquita construida íntegramente con finas láminas de chapa, es un espacio espiritual con características de horno micro ondas. Allí se congregan quienes encuentran en Allah (Dios) las respuestas que necesitan para seguir día a día luchando por estas migajas de oro. Trabajando duro, desde su lugar en el mundo, el lugar que Dios ha determinado para ellos. No importa cuan duro sea el trabajo, el paraíso espera al final del camino....insha'allah (Si Dios quiere)
A la vista de muchos, esta vida es muy dura, ciertamente lo es a mi parecer también. Sin embargo, fueron las decenas de encuentros durante mi visita las que me dejaron ver una vez más, que muchas veces la manera en la que percibimos la vida que nos toca, ciertamente depende del modo en el que la miremos. En los diálogos que mantuve, a veces limitados por el idioma, a veces no; en los encuentros y reacciones ante mi presencia, en la predisposición de la mayoría de la gente, en los intercambios verbales o de gestos y miradas; una y otra vez he sentido de la gran mayoría de la gente un espíritu y fortaleza que se sostienen en el estoicismo y no en el lamento, en la entereza y no en el derrumbe, en el espíritu de lucha y no en la resignación, en el buen humor y no en la queja, en la hospitalidad y no en el resentimiento. Finalmente, es en las sonrisas que se dibujan en sus rostros llenos de polvo, cuando se quitan los trapos que los envuelven, donde se encuentra la verdadera lección de vida.