Es la tercera vez en mi vida que llego a India y la segunda que lo hago en bicicleta. Hace 13 años llegaba por primera vez, y con mis 22 años era apenas un niño con una mochila al hombro y sin experiencia en comparación. Ya en aquel entonces supe a los pocos días, luego de atravesar ese gran simbronazo que uno experimenta la primera vez que llega al país, que volvería una y otra vez a lo largo del resto de mi vida. Hoy, 13 años más tarde sigo teniendo esa misma hermosa sensación del primer viaje, la de llevar a India muy dentro mío, y a medida que pasan los años y me voy poniendo viejo, siento que India sigue creciendo dentro mío y junto conmigo con cada viaje. India es un planeta en sí mismo y es bastante cierto el hecho de que se lo ama o se lo odia, porque sea donde sea que uno esté en India, a uno le puede gustar o no, pero lo que sí es seguro es que es imposible que te sea indiferente. Yo ciertamente amo a India con devoción, es como un imán que no me deja separarme. Y ahora, que con esta pasada hemos tenido la enorme fortuna de vivir India desde adentro, en familia, con una familia India que prácticamente nos ha adoptado, y más tarde, con nada más ni nada menos que con la especial visita de mi propia mamá, a quién no hesité en mostrarle el país desde los rincones a donde la mayor parte del turismo no llega, no he hecho más que confirmar una vez más aquel primigenio sentimiento del primer viaje: nunca dejaré de volver a India.
El caos de siempre
A los pocos kilómetros de cruzar la frontera uno ya puede sentirlo. El cambio viniendo desde Nepal es notable. La densidad, el ruido, los olores, los colores, la música, el desorden, India se manifiesta en su máxima expresión, estimulando y muchas veces irritando los sentidos. No hay escape, sino hay aceptación, la locura es inminente. Pero ya es mi tercera vez, acepto este caos, lo recibo y hasta lo disfruto, porque detrás de todo eso, hay una explosión de vida que nunca se detiene. Es hermoso ver las calles vibrando de energía, los autos, los rickshaws, el comercio callejero, la gente, las vacas, todo en un mismo ecosistema.
Vamos pasando un pueblo tras otro a lo largo de los 400 km que nos conducen a Delhi por las provincias de Uttarakhand y Uttar Pradesh. No es posible aburrirse, hay siempre demasiado para ver. Al costado del camino nos detenemos en un pueblo para conversar con unas mujeres que vistiendo sus exquisitos saris se dedican a juntar y llevar en sus cabezas las tortas de estiércol que usan en casa como combustible para sus estufas. India viene creciendo mucho pero será un muy largo camino hasta poder sacar de la precariedad a la mayor parte de sus 1.200 millones de habitantes.
En las ciudades el comercio vibra hasta tarde, las escenas de la vida cotidiana son únicas de aquí y se suceden una tras otra hacia donde uno mire. A un lado, dos cycle-rickshaw wallahs, conversan mientras esperan un nuevo pasajero para juntar un par de centavos más por otro viaje que les hará temblar las piernas. Están en el medio de la calle, obstruyen el flujo incesante de tráfico, pero nadie se molesta, sólo los esquivan.
En otro lado, un barbero callejero afeita al final del día a un hombre en un lugar improvisado a la vista de todos los transeúntes y no llama la atención.
Las rutas son demenciales como siempre. El progreso se ve en los caminos asfaltados pero los conductores siguen conduciendo como en la selva. Es la jerarquía del vehículo más fuerte la que sigue reinando, no ha cambiado nada en todos estos años. Si un camión viene de frente, los más pequeños deben tirarse al costado del camino o la colisión será inminente.
Y luego están las bocinas, que no paran de aturdir. En India es obligatorio tocar la bocina y muchos camiones llevan inscripto en la parte trasera "blow horn please" (por favor, toque bocina). Pero el caos es compensado por la gente que con su incansable curiosidad se acerca a nosotros en sus motos o bicicletas y marchan a nuestro lado, sonriendo, preguntándonos siempre lo mismo: lugar de origen, hacia dónde vamos, si estamos casados y si tenemos hijos. La familia es el centro de la sociedad India, y casi sin excepciones, el tema es el punto de arranque de cualquier relación.
Los indios les pueden resultar pesados a muchos, e incluso he visto, escuchado y leido demasiados prejuicios injustificados hacia ellos por parte de otros viajeros, pero en mi experiencia luego de pasar mucho tiempo en este país, los encuentro mayormente gente excepcional, genuina, curiosa, simpática y podrán ser un poco hincha pelotas a veces, pero su acercamiento (fuera de los lugares turísticos) es siempre honesto y amigable.
Como siempre, todo el caos estará acompañado de los espléndidos sabores locales. La comida India ha sido por años mi comida favorita y con cada viaje reafirmo esto. India es un desborde de sabores y su comida callejera la mejor del mundo. Nunca falta alguien al costado del camino preparando algo exquisito y barato y todo tan delicioso que el estándar de higiene resulta irrelevante.
Dentro de los varios (sino incontables) problemas que tiene India, es el de la basura el que más salta a relucir. Con el advenimiento de los plásticos, con tanto crecimiento rápido y mezclado con una gran falta de educación básica, es raro circular más de 1 km sin ver basura alreadedor, por las calles, las veredas, obstruyendo alcantarillas, inundando las calles, asfixiando con su olor. Todo lo que se consume se tira a la calle, es espantoso, y el problema parece no tener ninguna atención por parte del gobierno. En los últimos kilómetros de llegada a Delhi, un basural de tamaño colosal se levanta como una pirámide truncada coronando los barrios marginales que la rodean, muestra un cielo atiborrado de aves carroñeras y emana una pestilencia abrasiva.
Todo el grueso cinturón urbano que rodea a Delhi echa en cara la realidad más inhumana del país, la de millones de personas que siguen revolcándose en la mierda, viviendo en condiciones de hacinamiento infrahumanas, apostadas sobre fétidos ríos envenenados. Es la realidad de cientos de millones de personas que emigran del campo sufrido y atrasado, a la ciudad en busca de una mejora en sus vidas, para nunca volver.
La entrada a Delhi por su lado sureste nos muestra por el contrario, el otro extremo de India, las casas de los multimillonarios en barrios arbolados, de avenidas amplias y ordenadas, con seguridad privada armada. Los dueños pasean conducidos por choferes en autos de lujo y se muestran ajenos al país que los circunda cuando en cada semáforo, armadas de niños en harapos les golpean las ventanillas de los autos para obtener alguna mísera limosna. No hay grises en India, o mejor dicho: India muestra, con sus blancos y sus negros que para la mayor parte de nosotros que solemos estar demasiado sumidos en nuestro propio universo de "problemas", que nuestra vida no es más que una benévola colección de grises.