En términos de rigurosidad física, toda la travesía hasta Erdenet había pasado casi desapercibida. Ya pasados los 10.000 km de viaje, y luego de haber pasado 6 meses en el trópico sorteando pendientes empinadas todos los días, las suaves subidas y bajadas de la estepa resultaron un simple paseo que recibimos con mucha alegría. La historia, sin embargo, cambiaría en el camino al lago Hövsgöl.
Cuando los problemas no son problemas
Salimos de Erdenet con las bicicletas muy pesadas con las alforjas cargadas de provisiones. Debíamos estar preparados para pasar varios días sin saber dónde ni cuándo podríamos volver a abastecernos, porque claro está que habíamos elegido seguir los caminos remotos en vez de la vía principal de acceso al famoso lago Hövsgöl. Si bien todos los caminos de Mongolia son remotos por naturaleza, los caminos fuera de las pocas arterias principales del país, son seriamente remotos. Son grandes extensiones de belleza natural ininterrumpidas por el tráfico, por las poblaciones grandes y por los ruidos que ellos traen consigo. Es un continuo de paz y tranquilidad, de belleza silenciosa.
Por eso, es que la atracción principal del país, no es venir a visitar tal o cual lago o ciudad o monumento en particular. En Mongolia, más que en ningún otro lugar en el mundo, la atracción es la mismísima experiencia de estar aquí. Su contrapartida es que cuando tenés un problema, tenés verdaderamente un problema, y lo tengo a los pocos días de salir de Erdenet, cuando insólitamente corto la cadena con tan sólo 800 km de uso (pueden durar hasta 25.000 km) y justamente por ser tan nueva, me encuentro sin repuesto ni herramienta para cambiarla. Menudo problema que trato de solucionar martillando tres eslabones con mi Leatherman (herramienta multiuso) sin éxito. Tres simpáticos mongoles que pasan con su moto se detienen y hasta que no logran sacarme del estancamiento no se van. Entre los cuatro, logramos martillar los eslabones y encastrarlos con éxito. De no ser por su hospitalidad y perseverancia no hubiera sabido cómo salir de ahí. Gracias a ellos pudimos seguir adentrándonos en la estepa y seguir deslumbrándonos con su magia. Problema 1: solucionado.
El corto verano es el único momento en el que los mongoles tienen un respiro del frío extremo. Consigo trae temperaturas más agradables pero también trae las fuertes lluvias que son responsables de hacer que la estepa se vuelva tan verde. Todos los días llueve al menos una vez al día, son generalmente lluvias cortas pero fuertes. Con el pasar de los días es fácil aprender a “leer” el cielo y nos permite prever el momento en el que tenemos que encontrar refugio. Son los momentos perfectos para buscar hospitalidad en un ger y disfrutar un poco más de la vida con los nómadas. La lluvia trae frío pero los nómadas siempre nos dan refugio en sus gers donde nos sirven té caliente y queso hasta el momento en que podemos seguir adelante. La lluvia, no es un problema. Problema 2: solucionado.
Durante las noches, la palabra verano se vuelve una anécdota, verano pasa a ser tan sólo una forma de decir. Es final de agosto y en plena estepa las temperaturas ya bajan hasta los 4C. El cielo se despeja completamente, la luna se vuelve una lámpara reflectora superpoderosa que en el cielo borra las estrellas y en la tierra todo lo ilumina. No hace falta usar linterna, y si hay gente alrededor, hay que procurar taparse cuando uno va al baño igual que durante el día.
En camino al pequeño pueblo de Tarialan antes de entrar en la alta estepa nos cruzamos con Marek, un checo que vino un mes de vacaciones a pedalear por Mongolia. Luego de unas horas pedaleando juntos decidió que nuestra ruta iba a ser más interesante y continuó su camino con nosotros. Salimos juntos de Tarialan por la huella con rumbo norte y al entrar en un nuevo valle ya podíamos ver la grandeza de lo que nos esperaba. Es que la belleza de la estepa no da respiro. A veces me costaba creer que cada valle nuevo sobrepasara la belleza del anterior y que nos volviera a dejar con esa misma sensación de estar abrumados por lo que nos rodeaba.
En determinados puntos de la estepa, encontrar agua es menos fácil de lo que parece. De no haber ríos es necesario ser mongol para saber dónde están los pozos de agua. Fue en un hermoso atardecer que salí en busca de agua para cocinar. Al caminar un par de kilómetros sin encontrar una corriente doy con un grupo de nómadas, les pido agua pero me dicen que no tienen, aunque no van a dejarme ir con las manos vacías. Uno de ellos, que viste sombrero de caperucita roja, deja lo que está haciendo y me dice que me lleva en su moto hasta el pozo. En el viaje, me hace vivir una de las experiencias de adrenalina más terroríficas de mi vida. Ni bien arranca pone la moto a 80 km/h y va zigzagueando entre la huella de tierra y el pasto sobre terreno irregular. Cuando le pido que vaya más despacio y ve que no me siento cómodo, con una confianza total sube la velocidad aún más y en cada zig zag, cada salto de montículo se me sale el corazón por la boca. Cuanto más miedo ve que tengo, más se mata de risa y me imagino que piensa: “ay estos tontitos de la ciudad”. Veo que el velocímetro marca 100 km/h y sigue zigzagueando montículos. La velocidad es tal que no me da tiempo a terminar de asustarme con uno que ya estamos sobre el que sigue. Se está divirtiendo tanto conmigo que se para en la moto, la sacude de lado a lado y grita en el aire. Vamos en bajada a 120 km/h y me digo mismo: ya está, acá nos matamos, nos matamos!! Y no tengo manera de hacer que pare. Veo un nuevo montículo adelante, inesquivable, es inminente, acelera aún más y al montarnos sobre él la moto sale despedida en el aire. Se me corta la respiración, quedamos suspendidos en el aire 1..2...3...4 segundos, siento el silencio del aire y mi corazón golpeándome el pecho y pum!! caemos no sé cuántos metros más adelante. Amo la velocidad pero creo que ya estoy por descomponerme. Finalmente pega una vuelta, pega otra y sin señales de ningún tipo, 5 km más tarde, frena en un neumático de auto que indica el lugar del pozo. Ya no puedo tragar porque tengo el corazón en la garganta y mi amigo nómada está literalmente llorando de la risa. En la vuelta fue más benévolo y cuando me deja en el lugar del campamento sólo puedo alegrarme de estar vivo. Mientras tanto, el agua ya no era un problema. Problema 3: solucionado
Le cuento la historia a Julia y a Marek y necesito un té para tratar de relajarme. Por suerte, todo lo que nos rodea es magia pura, mientras pienso que jamás me vuelvo a subir en una moto con un mongol.
Finalmente comenzamos a entrar en la alta estepa. En términos de paisaje es prácticamente igual, sólo que estamos a mayor altitud, unos 1300 a 1500 m de altura en promedio y muchas partes de las colinas empienzan a estar cubiertas de grandes extensiones de coníferas que forman espectaculares bosques. Es allí donde comienza realmente la odisea. En la escueta época estival, Mongolia se pone verde y también se descongela completamente. Lo que casi todo el año es un camino, pasa a ser un río, y en un país donde los puentes son una rareza, cruzarlos se transforma en un desafío. Cruzar cada río se volvió una hazaña en sí misma. Algunos, como el Selenge, río que fluye desde Siberia, los cruzamos en bote; aunque encontrar en el medio del bosque solitario el punto preciso donde se encuentran los balseros era ya de por sí una hazaña en sí misma.
Los ríos menos profundos comenzaron a sucederse con mucha frecuencia. No eran un problema en sí, pero implicaban constantemente descargar la bicicleta, descalzarse, muchas veces quitarse los pantalones, y hacer dos viajes através del río helado, en uno con las alforjas y en otro con la bici al hombro. Luego secarse, volver a montar todo y seguir. No siempre era todo tan automático. A veces debíamos pasar tiempo explorando en qué punto la profundidad era por debajo de la cintura. Aún así, a veces la corriente era demasiado fuerte para que no nos arrastrara. Una o dos veces al día no era un inconveniente, pero llegamos a tener que cruzar hasta 7 ríos por día, y a un promedio de 20 minutos por río para completar el proceso entero, reducía la distancia diaria a 40-50 km por día en el mejor de los casos.
Los ríos son helados, no llegábamos a cruzar la mitad de ellos que ya dejábamos de sentir los pies. Como hombre, podía sentir cómo mis testículos desaparecían completamente en busca de auxilio cuando los sumergía. Creo que de quedarme allí mucho rato podía olvidarme de tener hijos algún día. Cuando la profundidad llegaba por encima de la cintura pero no era tanta como para la presencia de un bote, sólo quedaba buscar ayuda local. La gente en esta región busca siempre la orilla de los ríos para asentarse, por lo tanto debíamos depender de ellos para cruzar. En esos casos, los caballos fueron siempre la herramienta infalible y a pesar de toda la movilización requerida, jamás nos cobraron un centavo. El problema de los ríos ya no era un problema. Problema 4: solucionado.
Cuando los problemas son problemas
Varias veces había escuchado hablar sobre la voracidad de los mosquitos del bosque en lugares como Alaska, Finlandia, Canadá y Siberia, pero no podía entender cómo en lugares tan fríos podría haber mosquitos. La estepa fue el momento donde comprobé por mí mismo que esta maldición es real. Los mosquitos fueron un problema desde el comienzo, pero se hicieron particularmente insoportables en la alta estepa cuanto más dentro del bosque nos encontrábamos. Una hora antes de caer el sol comenzaba la desgracia cuando al pasar con la bicicleta, nubes enteras surgían del pasto alrededor. Por momentos eran tantos que era enloquecedor. Con una mano controlaba la bicicleta mientras usaba la otra para sacármelos de la cara. El momento de acampar era la hora pico. Escuadrones de jeringas voladoras arrojándose como kamikazes a cualquier espacio de piel descubierta. No sólo era la cantidad sino que el tamaño de los mosquitos mongoles parece ser directamente proporcional al tamaño de los mongoles: gigantes. Si bien de a ratos resultaba una experiencia desquiciante, lo cierto es que contábamos con un factor a favor. Al caer el sol, el clima ya era lo suficientemente frío como para estar cómodos cubiertos de pies a cabeza. Con un poco de repelente en las manos y acostumbrándose a sacárselos de la cara, se podía sobrevivir bien a este calvario que duraba unas tres horas. Al caer la noche, como por arte de magia, desaparecían completamente.
Durante el resto del día, el problema son unas pequeñas moscas que se paran por todo el cuerpo, a veces sobre la ropa, pero otras, hay tantas orbitando la cabeza y especialmente delante de los ojos que hasta nublan la vista. Nos hemos hasta caído de la bicicleta por tratar infructuosamente de sacárnoslas de encima. Son un flagelo sin solución que acompaña durante todo el día, especialmente al bordear los caminos fangosos a orilla de los ríos.
La vida en la alta estepa parece ocurrir con mayor tranquilidad aún más que en el resto de la estepa. Hay menos población y más ovejas y caballos. Los gers dejan de ser la vivienda común para dar lugar a las cabañas de madera.
Los senderos pasan de la estepa abierta al bosque cerrado, todo alrededor parece ser un gigantesco campo natural de golf, hasta existen búnkers naturales de arena, tal como si hubieran sido planeados para practicar dicho deporte. La huella aparece y desaparece constantemente, por momentos vamos por ella y por otros vamos directamente sobre la hierba.
Llegamos a tan sólo 30km de la frontera con Siberia y entramos en extensos sectores dentro del bosque, donde los rayos del sol se filtran através de los pinos como si fueran un papel troquelado. Es imposible ir rápido, hay sectores de barro, de arena y de muchas raíces grandes brotando del suelo. A excepción de algunos asentamientos a orillas de los ríos grandes, pasamos los días enteros prácticamente sin ver a nadie. A pesar de los insectos, la experiencia de pedalear la alta estepa es magnífica.
Pero fue en pleno bosque donde comenzó un calvario personal, cuando fui presa de mi propia debilidad por los dulces (no es cosa nueva). Luego de una noche de exceso de dulces, detoné un proceso de sensibilidad en una muela en la que había tenido una caries profunda. De la dulzura devino la miseria y por cinco días y cinco noches apenas pude dormir, retorcido dentro de la tienda, con un dolor punzante que imagino similar al de una picana eléctrica en la encía. Durante el día podía tolerarlo y pedalear, pero las noches eran pura miseria y apenas pude alimentarme. Ningún analgésico me hacía efecto alguno. Por momentos, el dolor era tan intenso que hubiera deseado tener un patín de hielo para seguir la solución de Tom Hanks en “Naúfrago”. Desafortunadamente tenía un doble problema con esto, no sólo estaba en el medio del bosque muy lejos de la civilización sino que me encontraba en un país donde había visto los suficiente como para creer que la odontología se practica con tenazas y martillos en los talleres mecánicos. No me quedó otra que soportar estoicamente y desear por cada estrella fugaz que viera y cada pestaña caída, que el dolor cesara. Al sexto día me levanté con media cara inflada como si me hubieran golpeado, pero paradójicamente la inflamación del nervio comenzó finalmente a sucumbir. Luego del octavo había vuelto mayormente a la normalidad y al décimo ya tenía la cara deshinchada. Fue como volver a nacer y me sentí con más energías que nunca, recuperé todas las fuerzas y la alegría. Desde ese momento, no dejo de pedir deseos a las estrellas fugaces y a las pestañas caídas.
Ya habían pasado 10 días desde que nos habíamos adentrado en la odisea de la alta estepa y la llegada al Hövsgöl se volvió eterna. Comenzábamos a estar verdaderamente cansados. Cada río a cruzar dejó de ser algo divertido para volverse una pesadilla, un obstáculo tras otro que no quedaba otra que sortear una y otra vez mal que nos pesara. A los 1700 m, ya en la primera semana de septiembre teníamos -5C durante las noches y de no haber sol durante el día, hacía mucho frío también. Cruzar los ríos resultaba ya una experiencia dolorosa.
Finalmente alcanzamos el inmenso lago en un día nublado, entrando por su lado este, el más remoto y no visitado por los turistas. La vistas fueron espectaculares pero no tan impactantes después de haber vivido ya tanta belleza. Con 147 km de largo, fue tan sólo una puntita que logramos ver, pero lo más valioso había sido el camino hacia allí y no el destino en sí mismo.