Nicolás Marino Photographer - Adventure traveler

View Original

Al extremo!

Dos de los viajeros en bicicleta más fuertes que conozco, Salva y Adam, ambos amigos míos, se encontraron en Sulawesi en el año 2009 y juntos hicieron una travesía que ambos calificaron como inolvidable, tanto por su increíble belleza como por lo extrema. Cuando lo consulté a Adam sobre la posibilidad de hacer esta ruta, me dijo: “La ruta por Kalimantán (que el me había recomendado) es efectivamente dura, pero la de Sulawesi por la jungla es extrema”. Una cosa es que esto me lo dijera alguien que no conocía, pero otra, que me lo diga gente que también ha pasado las mil y una por el mundo en bicicleta, en este caso sí era para tomárselo en serio. Antes de que llegara el momento, no pasaba un sólo día que no pensara en si sería posible para nosotros atravesar este aparentemente fabuloso camino, me quitaba el sueño. Desde ya que yo no temía tanto por mí, no sería mi primera ni última travesía extrema, pero no estaba seguro aún si Julia estaría ya lista para enfrentar un camino extremo. Sin embargo, Julia y yo nos parecemos mucho en algo; en que aún cuando no sabemos si podremos lograr algo, nos metemos en ello igual para probarnos, aún si eso significa estar puteando todo el camino, porque de lo contrario, la sed de aventura y la necesidad de empujar nuestros límites no nos permitiría seguir viviendo tranquilos si al menos no lo hubiéramos intentado. Sería convivir con un escozor insoportable con el que deberíamos cargar por el resto de nuestros días, y creanmé que molesta, uno no se lo puede sacar de la cabeza. El camino estaba ahí, era cuestión de animarse o no, al fin y al cabo, eran tan sólo 120km más o menos. Finalmente, por decisión unánime, la respuesta fue que sí, y mierda que valió la pena!

Los dos primeros días

Luego de pasar nuestra última noche en la costa oeste del lago, nos quedaban tan sólo 30km para alcanzar el desvío a Gimpu por la selva. No sabíamos muy bien qué esperar ni cuán duro sería, pero sí sabíamos que, como si no hubiera sido suficiente con lo que ya me habían contado, contábamos con una dificultad extra con la que ni Salva ni Adam habían contado, nosotros emprendíamos esta travesía en temporada de lluvias y eso empeoraba mucho, tanto las condiciones para nosotros, como la mísmisima posibilidad de siquiera poder completar el recorrido. Es importante saber que una vez emprendido el camino, no había otra alternativa para llegar a Palu, la única sería retroceder, pero teniendo en cuenta lo que costaría cada metro avanzado, la idea de retroceder sería impensable. Nada podría volverse más cierto!

Alcanzamos el desvío en el extremo noroeste del lago poco antes del mediodía y desde ese mismísimo momento en adelante, comenzó la odisea. El camino asfaltado desapareció completamente y se volvió un mar de cascotes, barro, zanjas y cráteres, con unas pendientes brutales, pendientes que jamás antes había pedaleado y que nos elevaban violentamente con cada metro. En los tramos rectos, podía sufrir cada uno de los kilos que llevaba, 75kg (con agua y comida), pisando el pedal usando toda la fuerza que los músculos me podían dar, pero la bicicleta es ante todo un ejercicio aeróbico, no de fuerza, y usar la fuerza duele, agota, desarma, asfixia rápido. Apenas podíamos movernos a unos miserables 3.3 km/h y encima había que hacer una fuerza increíble con los brazos para mantener el manillar derecho y no caerse entre las piedras. El cuerpo desprendía sudor enloquecidamente y cada pocos metros debíamos parar para recuperar el aliento.

En las curvas, la pendiente y las piedras sueltas se volvían literalmente impedaleables, había que bajarse y empujar, pero el peso de la bicicleta y las piedras hacían que con el empuje hacia adelante, los pies se hundieran, y rodaran hacia abajo perdiendo el equilibrio y arrastrándonos varios metros atrás. Luego de horas de subida, las vistas que alcanzábamos del lago eran cada vez más impresionantes, pero por momentos, nuestro humor y estado físico estaban seriamente afectados. Yo ni siquiera quería detenerme a sacar mi cámara de 2kg de su bolso para tomar fotos, aún si lo hubiera querido, el esfuerzo necesario para sostener la bicicleta en pie, sería tal que ya me desmotivaba completamente. En todo este tramo, hice sólo fotos tomadas desde mi Ipod o desde mi GoPro.

Nos llevó el resto de aquél día y toda la mañana siguiente alcanzar el paso de 1800 mts. Un ascenso de 1200 metros en tan sólo 18km que nos llevó un total de aproximadamente 8 horas completar. Luego de alcanzar la parte más alta, vino un brutal sube y baja de barriales donde las ruedas se pegaban al piso como si se estuvieran derritiendo. Empujar, desenterrarlas, despegar el barro para que puedan seguir rodando, levantarse al caerse, resultaba un esfuerzo inconmensurable, pero para ser honesto, lo tomábamos ya con tranquilidad y hasta buen humor y nos divertíamos mucho haciéndolo.

El paisaje alrededor era simplemente alucinante, selva profunda. Esta primera parte del camino nos conducía al valle de Bada, y debido a ello, nos encontramos con 2 o 3 camiones y camionetas en todo el camino. Al encontrarlos, atascados completamente en el barro, era muy simple darse cuenta de que no importaba cuán duro fuera en bicicleta, lo que nos tocaba era mucho más facil que a estos pobres conductores. Verlos hundidos en zanjas de barro de 2 a 3 metros de profundidad, era espeluznante. Estos valientes conductores nos habían pasado a primeras horas de la mañana entre las rocas, viéndonos sudar nuestras vidas y compadeciéndose de nosotros, para luego, horas más tarde, nosotros haberlos alcanzado en el sitio del complicadísimo estancamiento en el que se encontraban y compadecernos nosotros de ellos.

Como si todo esto no hubiera sido suficiente, comenzó el gravísimo y largo descenso al Bada y digo gravísimo porque la pendiente era igual de brutal que la que nos había tocado en la subida, y se volvió altamente peligrosa. Llevando la bicicleta con las manos clavando los frenos a fondo, con tanta fuerza que hacía doler los tendones, la pendiente era tal que la bici se iba de cola deslizándose entre las piedras sueltas, y por momentos se ponía casi de costado hacia el vacío, no quedaba otra que dejarse llevar con los frenos enterrados en las llantas, profundamente concentrados para no perder el equilibro, porque de caer, significaba irse de boca entre las piedras y rodar y rodar lastimándose todo hasta quién sabe donde. Por momentos intentaba ayudarme bajando los pies, pero era inútil, se deslizaban entre las piedras como en una pista de patinaje sobre hielo.

El estrés de estas pendientes era muy alto, pero luego de un par de horas las pudimos sortear y el camino se volvió relativamente más ameno, tanto en calidad como en pendientes, incluso hubo uno que otro fragmento de algunos metros con asfalto decente. Seguimos bajando por varias horas y al final del segundo día, teníamos delante nuestro el espectacular valle de Bada, aislado, difícilísimo de acceder, un reducto de muy poca gente que vive de la agricultura. El valle tiene dos

desas

muy pequeños, Bomba y Gintu, están rodeados de espectaculares montañas y tienen grandes extensiones de arrozales tan prolijos, que parecen que todo el suelo hubiera sido perfectamente alfombrado de verde. La gente es sumamente tranquila, sonriente, viven en su propio paraíso, las calles están milagrosamente asfaltadas, las casas prolijamente pintadas, tienen su propia iglesia y su escuela. Los niños corren y juegan por las calles y son los únicos que con su infantil impertinencia rompen el silencio de este oasis. Terminamos nuestra primera etapa felices con éxito, pero era tan sólo el comienzo, porque allí en Bada, terminaba el camino. Ahora sólo había una forma de llegar a Gimpu, atravesando el corazón de la selva. La mera idea de siquiera imaginar volver para atrás por ese camino daba escalofríos, no era una opción, ahora debíamos seguir hasta el final, sí o sí.

Los dos últimos días

Los habitantes de Gintu nos miraban extrañados cuando a la mañana les pedíamos indicaciones para encontrar el camino a Gimpu. Seguramente pensaban que estábamos totalmente locos pero aún así nos decían -“es por allí”, pero “allí” no se veía nada más que selva espesa. Pero antes de embarcarnos en camino a Gimpu, tomamos un pequeño desvío para encontrar a una reliquia arqueológica prehistórica, una de las tantas que hay desparramadas por todo el valle de Bada y alrededores. A este lo llaman Palindo y perdimos al menos una hora y media buscándolo ya que están fuera de los caminos y escondidos. Finalmente lo encontramos, una piedra con forma de pene saliendo de la tierra, ojitos, nariz y boca tallados, tendrá unos 3 metros de alto y está agarrándose el falo y los testículos. Interesante, pero bastante bobo. Estábamos allí para otra cosa.

Luego de algunas vueltas preguntando a los campensinos, encontramos lo que sería el “camino” a Gimpu, un sendero de barro diabólico de entre 20 y 40cm de ancho, por momentos devorado por la jungla. Adentrarse en este sendero se volvió una experiencia, que del sólo hecho de recordarla al estar escribiendo esto, me pone la piel de gallina. Habíamos cruzado la selva en Kalimantán y había sido ciertamente impresionante, pero de algún modo, las dimensiones del camino establecían cierta distancia entre nosotros transitando y la selva a nuestro lado. Este sendero había disuelto los límites y las distancias, era tan estrecho que los matorrales, plantas salvajes y ramas rasguñaban nuestras piernas y brazos al rodar. Los árboles trepaban hacia el cielo, 30, 40 metros, conformando un maravilloso techo que nos resguardaba del brutal sol del trópico y nos envolvía en un espacio bastante más fresco aunque profundamente húmedo, aromatizado por la tierra mojada.

La selva nos había tragado ahora, y nosotros debíamos encontrar la salida. Eventualmente, alguna que otra moto de las aldeas se aventura en este camino, pero son contadas con los dedos de media mano. Estábamos totalmente solos, los sonidos de la jungla con sus quien sabe cuantos millones de bichos e insectos, invadían nuestros sentidos endulzando nuestro andar. Avanzábamos con gran dificultad pero con la fascinación y el deslumbramiento de dos niños en un mundo de fantasías inimaginables, sintiendo el elixir de la adrenalina brotando de las vísceras. De a ratos el sendero subía y bajaba suavemente y era un placer rodar por él, pero al llegar las subidas debíamos empujar a duras penas, resbalándonos en el barro por un espacio, en el que sólo la bicicleta cabía en el sendero, y uno debía resbuscarse para encontrar un lugar en el cual encontrar piso firme para poder hacer presión entre las plantas, tratando de no caer por los empinados barrancos, espesos en ramas, arbustos, enredaderas, lianas. Debíamos constantemente sortear los gruesos troncos de árboles caídos sobre el sendero, filtrando la bici y uno mismo entre el mínimo espacio que quedaba libre. No había pasado siquiera una hora desde que habíamos salido de la última aldea, Tuare y la selva ya había comenzado a trazar sus recuerdos en nuestras piernas y brazos, que empezaron finamente a rasguñarse, cortarse, abrirse.

Con el pasar de las horas y los miserables kilómetros que podíamos avanzar, el agotamiento de cada músculo, el alejamiento de la civilización, estar en un espacio abrumador tan salvaje, de absoluta soledad, tanto de extrema belleza como de extrema dureza, comenzaron a sentirse. Los cantos de los pájaros, el constante resonar de las chicharras, las mariposas gigantes revoloteando, las más grandes que vi en mi vida, del tamaño de mis manos, la infinidad de especies de plantas y árboles, estábamos rodeados de un escenario tan indómito como sublime. Un paso en falso empujando entre las plantas por el lugar incorrecto y alguna alimaña de ponzoñas impredecibles podía terminar enroscada en la cara de uno.

Pero a lo largo de todo el día, no podíamos imaginar lo que vendría durante las primeras horas de la tarde cuando el cielo se tiñió de negro, la luz en la selva “se apagó” y unos truenos que causaban estupor, hacían tronar el pecho. Se largó a llover de una manera que de a ratos sólo podía comparar a estar parado debajo de una catarata, el sendero devino en un barrial donde nos empantanábamos perdiendo todo control de la bicicleta, al rato el agua comenzó a fluir por el mismo como un río descontrolado. En las cuestas empujábamos con el pecho incrustado en el manillar y aún así la presión nos enterraba en el barro hasta media pierna.

Llovió y llovió con violencia por una, dos, tres horas, se venía la noche, no había ni medio centímetro cuadrado para acampar y aún nos faltan bastantes kilómetros para llegar a la aldea de Moa, y ahí, a eso de las 6 de la tarde cuando no paraba de llover torrencialmente, ya era casi de noche, no se veía nada, estábamos íntegramente empapados y el furioso río Palu rugía decenas de metros más abajo al final del barranco, avistamos una choza sobre la orilla, que seguramente servía a algunos leñadores de Moa. En ese momento creo que creí en los milagros, descendimos por el barranco resbalándonos, estaba vacía y nos refugiamos allí. Al caer la noche, todo el entorno se volvió negro absoluto, no se veía absolutamente nada. Encendimos una fogata, cocinamos, la lluvia había aminorado y se escuchaba el ruido del agua del río y de la lluvia filtrar entre las plantas y los surcos formados en el barro. Allí, luego de haber pedaleado y empujado 25km en unas 9 horas, colapsamos sobre una cama hecha de varillas de bambú.

El día siguiente trajo sol radiante. Quedaban unos 27km para llegar a Gimpu y dada la experiencia del día anterior debíamos salir bien temprano. Al poco tiempo de salir de la choza llegamos a la remota aldea de Moa, perdida en el medio de la selva, con sus pocas casitas y sus apenas 90 habitantes. Está rodeada de plantaciones de cacao que la gente local seca en las puertas de sus casas y luego escrudiña uno por uno.

De no ver algunas personas aquí y allá, Moa daba más bien la sensación de ser un pueblo fantasma, muy silencioso. Incluso la gente, parecía bastante introvertida. Al vernos, se mantenía mayormente en silencio, sin sobresaltos, nos miraban como a dos aliens y los niños nos observaban tímidamente susurrándose cosas al oído. Era difícil comunicarnos ya que tienen su propio dialecto y hablan poco o nada de Indonesio

A tan sólo diez metros saliendo de la aldea, nos volvía a tragar la selva entre su vegetación salvaje. Para mi feliz sorpresa tuve compañía el primer par de kilómetros. Los niñitos de Moa venían detrás mío ayudándome a empujar la bici, no hacían ruido ni gritaban como casi siempre ocurre con los niños, sonreían en silencio y me acompañaban. Parecía mentira, pero cualquier empujoncito ayudaba mucho.

El sendero siguió bien profundo dentro de la selva pero hacía más calor que el día anterior, el ambiente estaba más denso, más húmedo. Por momentos el sendero se volvía un arroyo de piedras que servía de desvío a vertientes que venían desde más arriba en la montaña, había que caminar en el agua. La soledad de la selva era mágica, la luz del sol fortísimo se filtraba en forma de haces atravesando las copas de los árboles y llegando tamizado a las plantas en el piso. 

Por algunos kilómetros seguimos por selva profunda, directamente montados sobre el arroyo improvisado y con una vegetación tan espesa, que se formaban una suerte de murallas de plantas más altas que uno mismo a nuestros costados

El calor y la humedad se volvían insoportables y si bien el vendaval del día anterior me había ayudado mucho a eliminar los más profundos olores corporales generados en los días anteriores, durante este día se habían vuelto a desatar y ni yo podía respirar cerca mío. Las pendientes se volvieron aún más difíciles, el sendero se volvía una zanja que nos estrangulaba al pasar, la bici caía en el fango del fondo y quedaba pegada, teniendo que sacarla a tirones. En los momentos más difíciles de barro y empinación debíamos ayudarnos entre nosotros, porque de no hacerlo, el peso de la bicicleta y lo resbaladizo podía hacernos rodar por las laderas.

En las bajadas era muy fácil caerse y rasguñarse todo, seguir por aquí ya se estaba volviendo una travesía épica. Luego del mediodía y antes de que yo mismo generara una catástrofe ecológica con mis aromas de piara, el cielo se volvió a enfurecer y una vez más, desató sus cataratas con violencia sobre nosotros. De aquí en adelante, solamente el estoicismo y las ganas de completar el trayecto nos motivaban a seguir adelante.

El barrial le había pasado factura a las bicicletas. Recordé como nunca a mi amigo Mantu y las historias de su cruce por una parte remota de Yunnan, contándome que el barrial le molía los frenos en un puñado de kilómetros. Nos faltaban aún 10 km de subidas y bajadas empinadísimas y mi bicicleta estaba completamente sin frenos, y ya no tenía repuestos. A la de Julia le quedaban un poco en su parte delantera, pero sus frenos de disco estaban ya mayormente destrozados. A mí me tocaba subir empujando bajo la lluvia, resbalando como en pista de patinaje sobre hielo y luego lo peor, bajar a pie, conteniendo con los brazos los 75kg de la bici, intentando que su propio peso en pendiente no me arrastrara descontroladamente hacia abajo. Creo que nunca hice tanto pero tanto esfuerzo físico con el torso y los brazos desde que había comenzado a viajar en bicicleta. Julia frenaba como podía con uno de sus ya liquidados frenos. El camino se estabilizó muy poco antes de llegar a las plantaciones de cacao en las afueras de Gimpu, encontrarlas fue como llegar al jardín del Edén. Al poco tiempo, aparecieron unas casitas, civilización al fin y una bajada final a Gimpu en muy buena condición, lo que en este caso hacía todo peor para mí que tenía que bajar caminando frenando con mi peso la bici y usando mucha fuerza,  lo cual era muy difícil tarea, ya que yo había perdido tanto peso que estaba en 63.5kg, más de 10 kg menos que mi bicicleta cargada. Llegamos al pequeño pueblito de Gimpu casi de noche y con lluvia, excesivamente extenuados, las marcas en nuestros cuerpos se parecían a las de volver de una pelea con 25 gatos enfurecidos. Yo tenía una tendinitis en las manos y el tendón de Aquiles inosportables, pero teníamos una felicidad y paz interna dibujada por mariposas en el pecho. Es ese escozor hermoso, un cosquilleo divertido que hace al cuerpo regocijarse de placer. Al poco tiempo de buscar un lugar para dormir, nos recibieron en la iglesia del Ejército de Salvación, donde nos dieron un lugar increíble para dormir y sobre todo, mucha mucha comida.

 Sentimos la selva como nunca antes, fue tan extremo como maravilloso, de esas travesías únicas en la vida. Quedó grabada en nuestro cuerpo y trazada en nuestros sentidos. Fue de esos momentos donde uno superó una vez más sus propias limitaciones, y no hay nada más lindo que desvanecer los límites y llegar una vez más a la misma hermosa conclusión: Los límites son IMAGINARIOS, son tan reales como queramos hacerlos en nuestra mente, los límites no tienen realidad intrínseca, no existen, es responsabilidad de uno arriesgarse a disolverlos, sin miedo, con convicción en uno mismo, porque cuando creemos que hay una traba ahí adelante, en realidad la traba no está. Como dice el lema que mueve mi vida desde el día en el que había llegado muy alto en los himalayas de Nepal 12 años atrás: “hay más dentro nuestro de lo que sabemos”.