Nicolás Marino Photographer - Adventure traveler

View Original

La ardua vuelta a tierras bajas

Resbalar, caer, levantarse, resbalar......

Un sol radiante y un cielo prístino inundaban de luz el interior de la tienda desde las primeras horas del día a través de sus delgadas paredes de tela; era tal la intensidad de la luz aumentada aún más por el reflejo en este vasto paisaje nevado, que era imposible mantener los ojos cerrados para poder seguir durmiendo. Los nómadas ya habían comenzado su día hacía rato, ordeñaban los yaks, arreaban las ovejas y ponían en marcha las actividades diarias; pero yo, de sólo sentir el frío en la nariz, no quería salir de mi refugio bajo la pila de mantas de yak que me mantenían caliente, aún habiendo dormido oliendo las tripas de yak que colgando del medio de la tienda gotearon sangre a algunos centímetros de mi cabeza durante toda la noche.

  En las semanas anteriores ya había pasado por algunas de las pruebas más duras que hice en mi vida de viajar en bicicleta, sin embargo, y como si no hubiera tenido suficiente, volvería una vez más a experimentar el rigor de la región. Saliendo del campamento nómada arranqué inmediatamente pedaleando en subida. Con el camino (o lo quedaba de él) completamente cubierto de nieve y la pendiente, la bicicleta estaba horriblemente pesada, y los músculos, al no haber siquiera podido entrar en calor, costaba un triunfo hacerlos trabajar, sin mencionar el riesgo de los esfuerzos en frío. El frío era intenso pero el sol, que enceguecía los ojos aún llevando las gafas puestas, lo hacía relativamente más ameno. Estaba absolutamente solo y el camino se hacía cada vez más y más duro, pisada a pisada en el pedal podía sentir a la velocidad que drenaba mis energías, las cuales a esta altura ya de por sí, eran pocas. La inmensidad del valle y el dramatismo de tan espectacular geografía junto a los picos gigantes apareciendo en el horizonte me motivaban al tiempo que me intimidaban.

 Me estaba llevando una eternidad y un desgaste anímico enorme avanzar tan sólo unos pocos metros, la pendiente por momentos se volvía tan empinada y la nieve y los cascotes tan traicioneros que debía bajarme y empujar. Pasados los 4500 metros de altura me encontraba en un inmenso desierto de nieve y hielo, los tres picos sagrados flanqueaban desde lo alto un paisaje que no daba respiro. Dradul Lungshok con sus 6090 metros y laderas delicadamente onduladas estaba cubierto de un manto blanco e inmaculado casi como el terciopelo atomizando en millones de pequeños puntitos el brillo del sol. A esta altura alcanzaba uno de los sentimientos más hermosos del viajar, el de sentirse infinitamente endeble e insignificante ante el irrevocable poder e inmensidad de la naturaleza, un sentimiento que se apodera de mí.

 Los metros seguían pasando e iba trepando ladera tras ladera hasta que empecé a dar con fragmentos de hielo donde me di varios golpes duros. Intentaba pasar pedaleando pero me caía descontroladamente, intentaba empujar pero era como intentar correr sobre una superficie enjabonada, me caía una y otra vez. Los pies no adherían al hielo y al no fijarse me iba para atrás sin control al tiempo que la bicicleta se iba de costado y terminábamos ambos girando como trompos sobre el hielo.

A veces el hielo ya se estaba fracturando por el efecto del sol y hundía los pies y me llenaba de agua helada y lodo. Era desmoralizador, frustrante, no sabía como salir de ahí y ya tenía las energías muy bajas, no había un alma alrededor ni a quién pedirle ayuda y no me quedó otra que empujar bordeando los riscos de las laderas bordeando el camino, con decenas de metros de vacío a mi lado. Los tres picos ya estaban delante mío, podía también ver el inmenso glaciar de Amnyemachen desprendiéndose desde su cumbre, pero yo aún no veía la cima del paso y mis fuerzas eran muy limitadas, hubiera dado lo que fuera por una camioneta que me remolcara, me le hubiera tirado delante con tal de que me levantara.

 Pero luego de una hora más, ya exclusivamente empujando, alcancé la cumbre a 4600mts y en ese momento agradecí esa soledad y esa paz y que nadie me haya llevado hasta allí más que yo mismo. En ese momento todo el cansancio pasa a segundo plano y al detenerme, mirar a mi alrededor y sentirme tan abrumado por la belleza y el placer físico de las endorfinas casi histéricamente haciéndole cosquillas de electricidad a todo mi cuerpo, hicieron que todo valiera la pena. Delante mío, Amnyemachen 6282 mts, para muchos tibetanos el pico más sagrado del Tibet, aún más que el conocido monte Kailash, a su derecha Dradul Lungshok 6090 mts y a su izquierda Chenresig 6268mts y en el centro, el gigantesco glaciar. coronado por las banderas de plegarias tibetanas.

 Y llegó la hora del descenso, creyendo que ya sólo quedaría lo más fácil, quería alcanar Machen ese mismo día, pero una vez más las endemoniadas condiciones de un camino indómito me probaron que no podría. No sólo el descenso no era continuo, ya que el camino seguía subiendo y bajando en una suerte de serpentinas interminables, sino que las rocas y cráteres del mismo no me dejaban avanzar a más de 7km/h a menos que quisiera destrozar la bicicleta. También me tocó lidiar con embotellamientos por el tráfico...el tráfico de yaks, en el cual me quedaba atrapado por varios minutos.

Pero de a poco comenzaron a aparecer poblados pequeños de 2 a 3 casas aisladas cada varios kilómetros con su pequeño corral de yaks cada una y comencé a sentirme más acompañado, especialmente al poder comenzar a conversar con los pastores de los yaks durante los embotellamientos. Lo bueno es que también el clima iba paulatinamente haciéndose más cálido. Finalmente al final del día y ya con muy pocas fuerzas, varios kilómetros después de Chuwarma, saliendo de un duro cañón estrecho por el cual venía pedaleando, el valle se abrió y encontré el lugar perfecto para acampar y disfrutar de un escenario mágico.

 El interminable camino a Machen fue tortuoso, y mis energías ya se medían como las barritas de la carga de batería de un teléfono móvil. En mi caso, sentía que quedaba la última barrita y ya comenzaba a titilar. El camino se volvía tan difícil por las interminables subidas y bajadas con pendientes absurdas, los cráteres, las piedras puntiagudas asomando de la tierra que apenas podía superar un promedio de 8-9km/h. Tuve que sortear al menos 7 subidas con sus respectivas bajadas. A pesar de seguir descendiendo y de que el paisaje no era más que espectacular hacia los cuatro vientos, no lograba tener un camino continuo y en bajada por más de un puñado de kilómetros y eso es a veces, hasta más exhaustivo que un paso de gran altura.

Me llevó varias horas, alucinaba ya con un camino de asfalto que nunca aparecía. Divisé Machen en el horizonte y aún las condiciones eran tan desastrosas, incluso yendo sin pendiente, que no podía avanzar a una velocidad decente, ya moría del cansancio y no había comido nada en todo el día. Me resultaba increíble que hubiera que llegar hasta el mismísimo borde de la ciudad para encontrar el puto asfalto; cuando lo encontré y pude volver a rodar a más de 6km/h se sentía como si estuviera volando sobre un manto de seda. Pero me dolía todo, no había podido comer nada en todo el día y a pesar del hambre no tenía energías para comer. Sólo quería sentarme al lado del camino y no hacer nada.

La noche de las cuatro cenas

Luego de haber quedado prácticamente inmovilizado del agotamiento por un par de horas al lado de la ruta en las afueras de Machen, viendo el mundo pasar por tan sublime escenario, haciendo movimientos lentos e hidratándome, decidí hacer un último esfuerzo, aprovechar el asfalto y avanzar un poco más. Al fin y al cabo, ya se me estaban acabando los días libres y debía llegar al final.  Avancé 14km sobre un camino de seda y una vez más comencé a subir. El asfalto ayudaba, pero mis baterías estaban ya agotadas, subí un nuevo paso hasta 4400mts y allí me quedé, eran casi las cinco y el sol estaba bajando. Allí pasó Dharma con su furgoneta, venía despacito siguiéndome y mirándome curiosamente. Se detuvo y se animó a intentar hablar conmigo. Le dije que estaba agotado y se ofreció a llevarme a su casa, que quedaba en dirección hacia donde me dirigía. Pero resultó ser uno de los tibetanos más adorables que conocí y tímidamente me preguntaba, tratando de usar las pocas palabras de chino que hablaba, si no me molestaba parar a visitar gente en el camino. Le dije que conocer gente del mundo es el principal motivo por el cual viajo en bicicleta, y me sonrió de oreja a oreja. Cada una de las paradas que hicimos fueron una experiencia sublime para mí. Fue entrar en lo más íntimo de la vida tibetana y se recibido como un hijo en la misma.

 En la primera parada, en una casita en el medio de la montaña, se festejaba la preparación para la boda de la hija menor de la familia. Voy a ser sincero, fue amor a primera vista; cuando la vi vestida, exultante con todos los accesorios tradicionales en su cabello, sus aros, su tapado tradicional, la sonrisa solemne, tranquila, sus ojos de mirada pacífica pero intensa y sus labios carnosos, tuve que sacudir la cabeza para que la familia entera y todos sus amigos no notaran, el hechizo total bajo el cual había caído.

Inmediatamente me llevaron a la sala principal donde la madre de la novia, a la cual ya estaba queriendo tener como suegra, no dejaba de traerme plato tras plato de comida. Luego de un rato, Dharma me dijo que debíamos continuar. Qué tristeza!

 En la segunda parada visitamos a la suegra de Dharma, y allí su cuñada también se preparaba para su boda. El novio, recién llegaba para probarse las ropas para el gran día, y no, de él no me enamoré ! jaja. Pero la suegra de Dharma me sirvió unas exquisitas especialidades tibetanas para comer. 

Luego continuamos para visitar a la hermana de Dharma y su familia. Allí volví a compartir un memorable momento en la intimidad del hogar, y volví a cenar una vez más, esta vez la comida casera de la hermana de Dharma.

Ya entrada la noche alcanzamos la casa de Dharma, la cuarta y última parada en tan sólo 35km de distancia, una pequeña casita en el medio de las montañas al borde del camino de tierra por el cual seguiría yo al día siguiente. Allí vivía junto a su esposa, sus tres hijas y sus padres. Su casa es la única en varios kilómetros a la redonda, el silencio de alrededores es absoluto y la noche estaba totalmente estrellada y como era habitual, fría. Pasamos la velada junto a la estufa y me recibieron una vez más, con el afecto que tan sólo la propia familia de uno puede brindar; y claro, volví a cenar y esta vez con un delicioso postre, yoghurt casero de yak con un aderezo casero hecho con las raíces de una planta de la región, aparentemente muy sano. Antes de dormir, la madre de Dharma vino a asegurarse que estuviera bien cubierto de pies a cabeza con las mantas que me había dado. Chequeó que mis pies no estuvieran al descubierto y encajó las mantas entre el piso y el tapiz para que no se me quedaran al descubierto durante la noche. Esta adorable mujer busca competir con mi propia madre pensé. Cómo es posible dar tanto afecto a quién apenas se conoce? Esta gente hace rebalsar el alma.

 A la mañana temprano, con el sol radiante entrando por la ventana, la encontré compenetrada recitando sus plegarias girando su enorme mani khor. Me sonrió serenamente y continuó por un rato más, contemplando hacia afuera, con la mirada pacífica emanando una tranquilidad que era de apreciarse con tan sólo observarla.

Luego de desayunar junto a ellos, jugar con las niñas, conversar con los adultos, pasar momentos de intimidad familiar casi sin sentir el hecho básico de que en términos oficiales no eran mi propia familia y aún así poder sentir ese afecto que tan sólo uno recibe de su familia, llegó mi hora de partir, aunque confieso que me hubiera quedado una semana entera allí.