Kasongdu y el camino a lo desconocido. Esperando lo inesperado.
Durante los meses de planeamiento de esta travesía logré dar con la atención de uno de los pocos expertos en el Tibet que hay en el mundo. A pesar de su carácter inexplicablemente arrogante, luego de una larga serie de intercambios por e-mail, pude obtener de él, los datos necesarios para poder encontrar (o no) un camino que hiciera posible seguir avanzando hacia Jyekundo sin tener que retroceder, y a la vez poder evitar la región de Qamdo, altamente vigilada por el poder militar chino, y cuyo acceso es negado a los extranjeros. Pero su camino sugerido no figuraba ni en el más detallado mapa de la región, e incluso el mismísimo Google Earth en sus imágenes satelitales mostraba una fracción de él para luego desvanecerse en la más absoluta nada. Esto me causaba a la vez mucha ansiedad y mucha excitación por lo desconocido, lo remoto. Luego de preguntar y repreguntar hasta el hartazgo, no obtuve más que un seco: "el camino está ahí aunque no lo veas. Todos los locales lo conocen y yo mismo lo hice". A pesar de nunca convencerme del todo, no tuve otra opción que creerle o reventar. Decidí creerle y develar la verdad por mí mismo. Tracé la supuesta ruta/sendero (o lo que imaginaba que serían aquellos,) sobre los mapas satelitales de Google Earth y luego los cargué al GPS. Serían nuestra única guía.
Salimos de Derge en rumbo a lo desconocido, sin saber qué encontraríamos y sí encontraríamos salida alguna de dicho camino. Los primeros 26 km serían aún en ligera bajada y allí a 3200mts de altura, al dar con el legendario Dri Chu, debíamos estar atentos a encontrar un desvío que no estaría indicado. Si bien estaba escondido, con la ayuda del GPS, encontrarlo fue más fácil de lo que creíamos. Este intento de camino, destrozado, angosto y pedregoso no inspiraba certezas pero al menos daba la sensación de conducir a alguna parte. Seguimos en dirección norte y al poco tiempo ya estábamos en pleno cañon bordeando el río Dri Chu. El mismo, no es ni más ni menos que el nombre tibetano de el famoso río Yangze, el tercer río más largo del mundo, que nace en pleno y remoto altiplano tibetano para luego, a medida que desciende, volverse más grande y caudaloso, diviendo a China en dos grandes pedazos al norte y al sur, hasta desembocar en el océano pacífico ligeramente al norte de Shanghai.
Nuestro camino serpentea junto al río a lo largo de una sucesión infinita de caprichosas curvas y contra-curvas; a estas alturas el río es revuelto, en su superficie se entrevé la traición de sus remolinos debajo, es de un color espeso, marrón casi anaranjado como la tierra, y las montañas verdes y macizas mueren verticalmente en él.
Aquí, el tráfico es virtualmente inexistente y cada mucho rato, nos pasa alguna moto conducida por un boquiabierto tibetano que nos ve avanzar penosamente arriba y abajo, entre piedras y cráteres inundados, jugando al filo del precipicio que desemboca en la furia del río, decenas de metros más abajo. Pero la travesía es emocionante y cuando la ansiedad de la incertidumbre se deja de lado, se avanza con la intriga y excitación de lo inesperado. El escenario es imponente y a 3200mts promedio, una altura relativamente baja y con sol, el clima es no más que una delicia primaveral.
No hay peor cosa que caer en la ilusión de creer que un camino bordeando un río es plano. Nada más lejano de la realidad, en el esplendor de sus pésimas condiciones, el camino sube empinadamente para luego volver a bajar del mismo modo. Estos no son ascensos, sino plenas irregularidades de la geografía. Agotan más que la subida continua de un paso de montaña. Una tras otra, acumulan un cansancio extraordinario a lo largo del día.
Luego de varias horas alcanzamos una agrupación de casas que no alcanzan para llamarse pueblo, escondidas en un rellano que se arma junto al río. El silencio es total y parecen abandonadas, pero al poco tiempo, un simpático tibetano y algunas vecinas aparecen de la nada. La sorpresa desborda sus rostros, una mezcla de fascinación y falta total de entendimiento por nuestra presencia allí, una reacción que de allí en adelante se repetiría una y otra vez durante los días que seguirían.
Uno de ellos se ofrece cálidamente a llevarme a su casa para donde podría recargar nuestras botellas de agua. Las casas, de base de muros gruesos de adobe y primer piso de troncos apilados de madera, envuelven un espacio tan colorido y prolijo que parecieran promover el espíritu alegre de sus habitantes. Allí, converso un rato con el anfitrión y su mujer. Me preguntan a dónde vamos. Les digo :- A kasongdu, y me dice: -y luego? - A Jyekundo. Hace una pausa y me mira extrañado y me dice: -pero por aquí no puedes llegar allí, no hay camino. Le digo que sí, que tengo entendido que hay, pero me sentí como el extranjero necio que cree saber más que el local y esa era la postura a mantener, porque este diálogo se seguiría repitiendo, y de no confiar ciegamente en lo que uno quería creer que sí exisistía, la vuelta por donde vinimos hubiera sido algo inminente.
De allí continuamos varios kilómetros más, y extenuados llegamos a la pequeña aldea de Wönpöto. Allí, debido al enorme cansancio de un camino sin tregua, renunciamos a la idea original de llegar a Kasongdu aquél día; a pesar de las cortas distancias era simplemente imposible llegar. Una vez más, la aldea, por su silencio absoluto daba la impresión de estar abandonada. Las casas están dispuestas de modo aleatorio sobre en una pendiente de alto desnivel y los corredores entre ellas son una mezcla de fango y mierda de yak donde los pies y las bicicletas se hundía 20 centímetros. Dimos una vuelta entera entre las casas buscando un lugar para dormir pero no había nadie y fue luego de varios minutos de espera, que a paso lento por uno de los barrancos, con bastón en una mano y mala (rosario tibetano) en la otra aparece un anciano lama descendiendo. Nos sonríe alegremente, trata de comprender qué hacemos allí. Por medio de gestos le hacemos entender que necesitamos un lugar para dormir, y ahí mismo nos dice que podemos dormir en casa de la familia que lo alberga a él.
Con él nos dirigimos a la casa. Al pasar el umbral de su casona enorme, la ama de la casa nos mira descolocada, no entiende bien la situación. En principio parece reticente, pero luego de un rato nos recibe amablemente. En la cocina nos sentamos calientes junto al hogar. La luz exterior, ya tenue, se filtra por las pocas aberturas de la casa. Pasamos el final del día junto a toda la familia. La niña hacía sus deberes, el lama recitaba incesantemente sus plegarias y la madre preparaba una gran cena para sus hambrientos invitados. Los tibetanos reciben a sus invitados con gran afecto y gracias a ellos uno se siente protegido y contenido. Afuera, el clima desmejoraba y como es habitual llovió durante toda la noche. El silencio, la oscuridad y la paz son totales, sólo se escuchan la lluvia y los ruidos del agua filtrarse entre canaletas y vertientes.
A pesar de estar alejados de todo en esta aldea remota, con electricidad muy limitada, los niños tienen acceso a la educación a distancia. El día comienza muy temprano a la mañana, el lama sonriente retoma sus plegarias al tiempo que come grandes tazones de tsampa, mientras la dueña de casa prepara el té con leche de yak y su hija se sienta a un costado con una pequeña netbook que contiene material educativo. Ella se distrae pero la madre la intima a sentarse y concentrarse en seguir estudiando.
Antes de partir, la conversación del día anterior en la aldea pasada se repite, y una vez más nos dicen que no hay camino más allá de Kasongdu. La seguridad de estas personas acentúa la creciente ansiedad y la ya no tan inconcebible posibilidad de tener que retroceder por este brutal camino y deshacer todo lo hecho hasta aquél día. Mejor no pensar y seguir.
Restaban sólo 35km para alcanzar Kasongdu pero las condiciones paupérrimas del camino, cada vez más rocoso, lleno de cráteres, más caprichosamente enroscado, subiendo y bajando bruscamente, hicieron que avanzáramos muy lento y acumuláramos mucho cansancio. Para peor, tuve que finalmente comenzar a aceptar que desde la cumbre del Tro-la, luego de haber absorbido mucho frío a través de la transpiración, había comenzado a enfermarme. Era inminente, me empecé a sentir débil y con una congestión creciente. Dos veces dimos con campesinos solitarios andando cerca del camino y ambas veces nos volvieron a mirar extrañados diciendo que no había camino más allá de Kasongdu, que no era posible seguir.
Cansadísimos, con expectativas derrumbándose y esperando la peor noticia, llegamos finalmente a Kasongdu, lugares mágicos si los hay. Río arriba, al final de un camino inefable y metida tierra adentro entre montañas verdes, yace este remoto oasis monástico, aislado de todo, donde se respira pura espiritualidad.
Kasongdu es una comunidad monástica, con un enorme templo, varios monasterios, claustros y un enorme laberinto de callejuelas que trazan irregularmente el acceso a las viviendas de los lamas, armadas con troncos de madera y paredes de adobe, a cuyas terrazas se accede por improvisadas escaleras taladas en troncos, desde la cuales se puede observar la comunidad completa.
Fuimos recibidos calurosamente. Los lamas, los ancianos peregrinos que tan religiosamente circunvalaban la comunidad girando las ruedas de plegarias, los niños, todo nos circundaban tratando de comunicarse en tanto trataban de no verse excedidos por lo abrumador de la novedad, dos vagabundos en bicicleta!. La magia de este lugar hizo que decidiéramos quedarnos a pasar el resto del día y la noche. Las buenas noticias no tardaron en revelarse. Encuentro a un grupo de lugareños y les hago la pregunta del millón, era la hora de la verdad: "vamos en dirección a Dzungo y luego a Jyekundo, es posible ir por aquí? ". Se miraron entre sí y respondieron casi al unísono: "claro, el camino está hacia allí (señalan hacia las montañas apretujadas al norte)". Mi alegría y alivio eran tales que les pregunté varias veces lo mismo por miedo a que no me entendieran claramente lo que preguntaba. Estaba confirmado, el camino existía, y a pesar de saber que no sería fácil, el alivio de saber que seguiríamos adelante nos llenaba de felicidad. Era hora de quedarnos entre esta gente maravillosa y descansar.
Los lamas pasan años en estas comunidades practicando, meditando y estudiando las enseñanzas de Buda. Muchos niños son entregados por sus familias para formarse en la vida espiritual. Los tibetanos suelen tener familias numerosas y generalmente la tradición establece que uno de los cuatro o cinco hijos que suelen concebir, debe seguir la senda de la espiritualidad. Aquí se forman a lo largo de la vida, son traviesos como todos los niños, juegan entre ellos, corren, y parecen tener una vida alegre.
Los lamas viven en la austeridad total. Sus habitaciones son sencillas, no tienen ningún tipo de lujos como la calefacción, los electrodomésticos. Sus posesiones materiales son las mínimas indispensables. La infraestructura de servicios es simplemente inexistente, las duchas no existen y el cuerpo se higieniza echándose tarros de agua helada en el cuerpo.
Sin embargo, sus miradas son serenas, gozan de un excelente humor y predisposición, las dificultades y las incomodidades parecen no tener efecto alguno en sus vidas. La vida de los lamas más experimentados parece transcurrir en un eterno retiro. Sus cuartos son pequeños, sucios, constan de frazadas, una cama, algunos utensilios básicos y por supuesto la gran pila de prolijas hojas conteniendo los sutras(enseñanzas de Buda), principal objeto de estudio.
Allí mismo en el monasterio nos ofrecieron una cálida habitación para dormir, cálida por lo cómoda y por la compañía de varios ratones que entraban y salían desde sus ratoneras caladas en los troncos.
A la noche, mi congestión ya era un serio problema, la tos insoportable y había comenzado a tener fiebre. En ese momento, sentía que toda la travesía estaba en peligro por mi caída de salud. David me ofreció sus pastillas de amoxidal, las cuales, a pesar de llevar más de un año de vencidas, decidí comenzar a tomar con tal de no tener que perder días enfermo. A poco tiempo de caer el sol, la temperatura descendió estrepitosamente a medida que el cielo, gracias a la ausencia de la luna, se cubrió de un manto abrumador de estrellas, la vía láctea se veía en todo su esplendor, las luces de las casas a lo largo de toda la comunidad se iban apagando una a una y la magia del silencio se iba cerniendo sobre el ambiente.