Un nuevo amanecer radiante luego de un hermoso descanso. A 3990mts. Litang es una pequeña ciudad en un valle gigante e inmenso. Es un punto importante en la ruta G318 que une Chengdu, capital de Sichuan, China con Lhasa, la capital del Tibet. Una pequeña ciudad donde usualmente afloran las tensiones entre tibetanos y chinos han. Monitoreada y patrullada constantemente por decenas de camionetas policiales con agentes armados hasta los dientes, una imagen espantosa, y que de no existir una ocupación ilegítima, sería inimaginable. Litang es habitualmente "cerrada" y desconectada del mundo exterior por medio de Estados de Sitio impuestos arbitrariamente por el gobierno durante sus frecuentes ataques de paranoia.
Pero la realidad es que sacando a la nefasta presencia policial se respira un aire de paz y tranquilidad hermosos. Los tibetanos, claramente oprimidos, muestran un gran estoicismo día a día al caminar por las calles, sonreír y moverse pacíficamente, pero en muchas personas, sobre todo las mayores, se perciben los vestigios de un pasado truculento.
Luego de una pasada por el pueblo salimos por la famosa 318 y arrancamos con un nuevo ascenso a un paso de 4350mts. Después de tantos días de casi absoluta soledad, fue una tortura encontrar tráfico de vuelta y ahí uno se da cuenta de la enorme influencia que el mismo tiene en nuestra capacidad de disfrutar un lugar. Durante aquellos primeros kilómetros encontramos más pruebas de la miserable situación que vive el Tibet y su gente; durante 20 minutos pedaleamos pasando una columna de camiones militares en dirección a Lhasa que parecía ser infinita , algo que uno sólo imagina cuando un país está en guerra. Por suerte, eran tan sólo 18 km los que debíamos hacer hasta encontrar el desvío hacia el norte y luego de un nuevo descenso a 4000 mts entrando en el desvío por una carretera que volvió a ser pequeña e intransitada, nos encontramos en otro valle que derrochaba belleza. Un paraíso vasto, entre montañas que a estas alturas se ven reducidas a colinas, un valle cubierto por un manto verde y amarillo con pequeñas flores violetas y un cielo azul interrumpido de gigantescos nubarrones desplazándose velozmente con el viento y que al interrumpir el paso sol manchaban la enorme alfombra creando un espectáculo de luces y sombras. El silencio, absoluto, y de esos momentos de paz y deslumbramiento ante la inmensidad que uno gustaría prolongar indefnidamente en el tiempo y el espacio.
Durante decenas de kilómetros navegamos por este paraíso verde y pacífico, que de a ratos nos traía esporádicas tormentas que pasaban por encima nuestro para luego seguir su camino y devolvernos el brillo de un sol destellante y que en las alturas no da tregua a la piel. Pero con el pasar del tiempo ambos, individualmente y sin comentarlo advertimos que algo nos acompañaba. Es decir, al andar uno percibía que por el rabillo de los ojos algo se movía y de vez en cuando un sonido raro, de tono muy agudo . Efectivamente no estábamos solos como creíamos, y bastó con detenernos dos minutos nomás para que nuestras sigilosas y escurridizas compañeras de camino emergieran de las profundidades de la tierra. Estábamos rodeados de las asustadizas y miedosas marmotas tibetanas que muy tímidamente asomaban la cabeza luego de minutos de silencio y que al menor ruido correrían de vuelta a su cueva y agacharían inmediatamente sus cabezas. La marmota tibetana es única y sale a la superficie un puñado de meses al año mientras hiberna durante el resto. Es como una ardilla gigante y gorda, que se arrastra en cuatro y se para en dos para avistar desde la altura. Producen una especie de agudo chillido, casi como chiflando, para comunicarse entre sí y se desplazan con una agilidad notable.
Luego de unas horas la tormenta seguía acosándonos en los alrededores y al llegar a unos asentamientos nómades en el medio del valle, nos vimos rodeados de una decena de pequeñitos tibetanos que revoloteaban excitados a nuestro alrededor, y algunos mayores que estaban reunidos. Todos se mostraban felices por nuestra presencia y querían que nos quedáramos, por lo que nos detuvimos un rato a disfrutar con la gente.
Una vez más, es en los niños donde más fehacientemente se puede apreciar el grado de extrema dureza de las condiciones climáticas y geográficas del altiplano. En sus rostros, el clima inhóspito, traza los profundos surcos en sus rostros que los marcarán por el resto de su vida. Es cuando la inclemencia de su hábitat se graba en sus cuerpos y es como si ello mismo definiera su identidad y los hiciera parte inseparable del mismo.
La tormenta finalmente pasó y dió lugar a un sol brillante que nos reconfortó con su calidez y nos permitió continuar por este maravilloso valle en la altura de sucesivas y suaves colinas alfombradas de amarillo y verde. A pesar de ir en constante ascenso a un nuevo paso de 4500mts no se sintió tan severo, gracias a un clima simplemente perfecto y a la belleza natural única y solitaria que nos rodeaba. Una vez en la cima del paso sólo quedaba el descenso hacia un nuevo valle que a diferencia del anterior sin vegetación, este tenía una gran densidad de coníferas y un nuevo río que nos acompañaría, el Yalong, un tributario del Yangtze. El largo camino de bajada estaba en desastrosas condiciones y llevó un rato largo alcanzar el río, a 3050 mts. Continuamos por el valle ya con el sol ya desaparecido detrás de las montañas y el frío volvió una vez más.
Llegamos a la primera aldea, un grupo de casas colgadas de las montaña, alrededor del río. La paz y la tranquilidad se respiran en estos pueblos que parecen estar detenidos en el tiempo. Los niños juegan en los pasadizos entre casas y la gente conversa en pequeños grupos antes de finalizar el día mientras algunas señoras se encuentran sumidas en los rezos.
Es en dicha aldea donde decidimos terminar el día y no llevó más que unos minutos hasta que alguien nos ofreciera su casa para quedarnos a pasar la noche. Y son estos, los momentos por los cuales más vale la pena viajar y descubrir el mundo, es en la intimidad con la gente local cuando uno realmente aprende sobre la vida local, vista desde adentro. Este gentil hombre nos condujo por senderos de barro en la montaña hasta alcanzar su casa donde esperaban su mujer y sus hijos quienes se encontraron con inesperada sorpresa al vernos llegar. Nos recibieron en su pequeña fortaleza, porque eso es a lo que se asemeja una casa tradicional tibetana. Sus tres niveles se dividen en, granero y estacionamiento de tractor en la planta baja, vivienda y habitación sagrada en el primer piso, terraza, baño y ático en el segundo. A los pisos superiores se accede por escaleras formadas en un tronco donde son tallados los escalones y este se ubica casi verticalmente pasando de nivel a nivel. Los muros son gruesos, no deben tener menos de 90cm de espesor y las ventanas son cuadrados pequeños que filtran muy poca luz. La sensación interior es de resguardo, resguardo del clima exterior que nunca da tregua. En uno de los laterales del estar, como es habitual se ubica la estufa a leña, la cual está siempre encendida. Ni bien entramos nos sentamos todos alrededor de la misma, fue difícil comunicarse ya que ninguno de ellos hablaba chino y mi tibetano se limita al de la religión, pero todos nos sentimos muy a gusto y nos divertimos tratando de comunicarnos con señas y con las pocas palabras de chino que ellos hablaban con fuerte acento tibetano.
Tomaba el té y recuperaba de a poco el calor en el cuerpo. Mientras tanto la señora y su hijo se sentaron juntos en el piso de la cocina a preparar la comida, la cual era especial por nuestra visita. Nos trataron como invitados de honor, y juntos a ellos me senté a ver cómo preparaban los momos. El momo es una comida tradicional tibetana, exquisita, es como un bollo redondo de masa relleno con carne de yak y verduras saltadas, que se cocinan al vapor utilizando un sistema de ollas en torre sobre el fuego.
Los momos estaban deliciosos y creo que comimos tantos que asustamos a la familia, pero se los veía muy contentos. La acumulación de buen karma rige la vida de los tibetanos y cualquier acción de solidaridad y hospitalidad es buscada por ellos. Ese es uno de los aspectos que los hace gente tan genuinamente buena y afable. La noche llegó y tuvimos el lujo y un poco también la vergüenza de no haber sido exitosos en nuestra negación al ofrecimiento de dormir en el cuarto principal, el cuarto sagrado; una habitación de paredes de madera prolijamente pintadas de todos los colores con guardas tibetanas, en ella se guardan los objetos y reliquias de la familia que son generalmente religiosas. El padre de la familia, en confidencia, ya que había recitado unas plegarias en tibetano junto a él, se acercó a mí, me llevó a un rincón de la habitación y escondida detrás de unos libros saca un retrato de Su Santidad el Dalai Lama y me lo muestra con orgullo. Le sonrié y supo entender que yo entendía por qué la tenía escondida. El gobierno chino a través de todos sus medios, se refiere constantemente al Dalai Lama como a un líder terrorista que incita a la ruptura de la "paz"en el Tibet y cualquier persona que sea encontrada con una foto de él será detenida e interrogada y muchas veces torturada. Antes de ir a dormir fui al baño, en plena oscuridad de la noche haciendo malabarismos en dichas escaleras de tronco, que para subirlas de noche solo son comparables a hacer un deporte extremo. Cuando llegué a la terraza, no entendía muy bien a qué le llamaban baño hasta que desde abajo me indicaron. Así es que entré en un cubículo de madera que está literalmente adosado a una pared exterior y flota en el vacío. Desde el agujero diseñado en el piso del mismo para dejar pasar los regalitos se puede ver el suelo más de 10 metros abajo de uno y eso me dejó pensando hasta el día siguiente. Al salir, pasé por la terraza y un cielo encapotado de millones de estrellas en una noche helada me dejó cautivado. La familia nos había tendido en el piso los colchones hechos de algodón y una montaña de mantas de hechas de piel animal, posiblemente ovejas, y en el confortante calor debajo de ellas me dormí como un bebé.
Final del día: 61km
acumulado: 502km
D7
Frío helado el de la mañana. Pocas veces me costó tanto salir de la cama, sobre todo siendo antes de las 7, cuando el sol, si bien salido hacía rato, todavía estaba detrás de las montañas. La familia entera ya estaba levantada y organizándose para arrancar el día y bajaron para despedirnos muy afectuosamente.
Pero lo primero que me preocupé por ver ni bien salí de la casa es buscar la posición del baño, y la encontré. El haberlo visto resultó ser un buen dato de hecho, ya que claramente, cuando uno llega a un pueblo tibetano y se maravilla caminando entre sus pintorescas casas, tiene que prestar especial atención a por dónde lo hace, ya que los baños flotan sobre los pasadizos y callejuelas por donde uno se desplaza. De otro modo no sería nada extraño encontrarse con una lluvia de pis con granizo de caca lloviendo desde los cielos tibetanos, algo que les aseguro, no está considerado una bendición de Buda.
Los primeros kilómetros marcaron, por un lado, la necesidad urgente de entrar en calor lo antes posible y por el otro, alcanzar los primeros puntos donde el sol alumbraba el camino, para atenuar un poco el frío, sobre todo cuando uno toma malas decisiones arranca en pantalones cortos! Cada foco de sol que encontrábamos era una parada obligatoria para sentir un poco de calor en la cara y el cuerpo. El día comenzaba y la gente ya andaba fuera desarrollando las actividades del día.
Los tibetanos al igual que muchas otros grupos étnicos y sociedades en Asia, suelen llevar a los niños en una canasta que se lleva a cuestas. Los niños suelen pasar el día con las abuelas y las mismas, a pesar de su edad y de que, como es común en la vida rural, trabajan hasta el final de sus días, los cargan con ellas y los pequeñitos allí detrás van, cómodos observando el mundo alrededor.
Luego de varios kilómetros por el valle, llegamos a un nuevo desvío donde había un pueblo un poco más grande y encontramos una cantina que recién abría. La señora, encantada de recibirnos nos preparó dos tazones de sopa de fideos con carne, nada más ideal para desayunar a las 8 de la mañana y llenar el cuerpo de energía. El sol finalmente había alcanzado lo alto, salteando a las montañas e iluminándonos con su tan preciado calor.
Al poco tiempo de salir del pueblo nos internamos propiamente en el cañón del Yalong que se mantiene a una altura promedio de 3100mts a lo largo de todo su curso. El río toma una forma considerablemente ancha y ya se lo ve fluir con fuerza e ir desembocando de tanto en tanto en fuertes y violentos rápidos. El camino acompaña su forma serpenteante, aunque al igual que días atrás, es un sinfín de subidas y bajadas constantes y las subidas, como es habitual, indican la presencia de algún grupo de casas, un templo o asentamientos. Llegar a los mismos es un placer, ya que la gente es siempre curiosa y amigable, es gente que se mantiene al margen de la vorágine en la que nos movemos los que vivimos en grandes ciudades y donde los valores más esenciales de amistad y solidaridad se mantienen intactos.
Nos llevó todo el día, un día tranquilo llegar al pueblo de Xinlong, que es un pueblo grande, casi una pequeña ciudad y sorprendentemente con una gran presencia de chinos han. Como es habitual en estos casos de convivencia forzada, el pueblo está literalmente dividido en dos, la parte china y la parte tibetana, divididas claramente gracias a la ayuda del Yalong que atraviesa el pueblo por la mitad. El lado chino, por supuesto, no es más que una mera clonación sórdida e insulsa de las que se encuentran por todo china rural; construcciones inertes, desprovistas de todo carácter vernáculo, abarrotadas de basura comercial y alojamiento barato. En síntesis, algo así como la peor herencia de la era maoísta de construcción sin vida, que plaga cada rincón de China hasta hoy en día. Su contrapartida, se encuentra en frente, el lado tibetano (o lo que queda de él) tradicional, ajustado sabia y naturalmente a su entorno como es el que caso de todos los pueblos que se construyeron con la sabiduría de quien habita su tierra, la sabe, la conoce y la ama profundamente.
Final del día: 109 km
acumulado: 611km
D8
Salimos de Xinlong lo antes posible para iniciar el largo camino a Ganzi, y continuamos por el cañón del Yalong que seguía empecinado con sus subidas y bajadas, que a lo largo de un día entero, terminaban resultando agotadoras. Los pueblos seguían ofreciendo la mayor atracción, a pasar de que el cañón en todo su esplendor no resultaba menos impactante. Una de las cosas más curiosas, y tristes a veces, es cuando las culturas tan antiguas se empiezan a desvirtuar producto de la influencia de un hermano mayor cercano. En el caso del Tibet, no es extraño encontrar a los jóvenes tibetanos vistiendo a la cuestionable moda contemporánea china y luciendo los extravagantes peinados que tanto hacen gracia en las ciudades del país. La evolución de una cultura, de la tradición a la modernidad, no es un aspecto negativo en el caso de que esa cultura misma sea la responsable de desarrollar su propio camino y construya su propia contemporaneidad, pero en este caso, cuando el salto a la "modernidad" ocurre por la presencia forzada de un vecino abusivo, entonces es bastante triste, porque los valores locales se desvirtúan creando una fuerte desconexión con las raíces de un pueblo.
El clima acompañó sanamente hasta pasadas unas horas de la mañana, hasta que una vez más el cielo se encapotó y comenzó a llover de a breves momentos al punto de que una de aquellas veces nos obligó parar por bastante tiempo cuando encontramos un caserío que tenía un restaurante para obreros del camino. Allí, tuvimos una parada extensa y forzada que aunque sea sirvió para comer a lo grande, mientras los niños de las casas de alrededores venían a vernos, curiosos, mientras comíamos. Luego de un rato largo pudimos volver a salir, pero al poco tiempo en la ruta Mantu se dió cuenta de que le había sacado el reloj de la bicicleta y decidió retornar para armar un infierno. Yo, al ir siempre más lento decidí seguir adelante y dejar que luego me alcanzara. Avancé bastante y en un momento de paz decidí detenerme a "contemplar". Mantú, que volvía detrás furioso, tuvo dificultad en encontrarme y así lo describe en su blog.
"
De mala leche me fui pitando de allí. Al poco tiempo me encontré con la bici de Nico, pero a él no. Estaba cagando en unos arbustos. Le amenicé el tordo contándole la historia del reloj. En realidad es un puto reloj de mierda, pero tenía su historia y me había hecho ilu volver a tenerlo"
Por suerte, al rato aparece un monje en moto que vino a devolverle el reloj que los niños, de travesura, le habían quitado a escondidas del manillar de la bicicleta. Lo cierto es que la historia me amenizó el tordo. Gracias a ellos, seguimos por el camino todos contentos. Pero lo cierto es que es un día muy malo. No para de llover y la falta de calzado adecuado para la lluvia ya no podía obligarnos a parar, de ser así nos retrasaríamos mucho y de no salir del cañón antes del anochecer no tendríamos dónde acampar ni dormir. Eso nos llevó a envolver nuestros pies con bolsas lo mejor que pudiéramos. Algo totalmente incómodo. Resbaloso al pisar el pedal y el sudor, al no poder escapar volvía los pies húmedos y molestos.
Así continuamos por varios kilómetros de cañón, con lluvias intermitentes. A medida que más avanzábamos más serpenteante se volvía el camino y más subía. El río tomaba curvas rotando su curso formando codos entre las montañas de hasta 18o grados. Algunos de estos codos eran impactantes. En uno de ellos, en la cima de la montaña que hace de bisagra, se sienta un magnífico templo en la altura y al borde del vacío sobre el río, varias decenas de metros más abajo.
El día estaba ya resultando agotador, al fin y al cabo, de tanto camino enroscado como soga de barco, era como hacer el doble de kilómetros. El puto clima no mejoraba y seguía lloviendo para cuando el asfalto se acabó y todo se transformó en barrial del infierno. En la subida, la bicicleta se me iba de control por la inestabilidad de calzar bolsas de plástico, el barro que constantemente me salpicaba la cara. Me llevó como 2 horas terminar los últimos 15km de cañón. Al salir, Mantu me esperaba en el cruce de rutas a Ganzi ya casi al anochecer. Avanzamos en dirección a Ganzi, preguntando en el medio de la noche, haciendo señas para detener autos en la confusión de la oscuridad y los caminos que se bifurcaban. Ya de noche y luego de más subida llegamos a Ganzi, un punto de confluencia importante de la región, estaba todo cerrado, deambulamos de atrás para adelante hasta que encontramos un hotel de mierda y caro, donde el agotamiento nos obligó a pagar y dormir.
Final del día: 115km
acumulado: 726km
D9
Una vez más el clima dió un vuelco y salimos de Ganzi en un día de cielos azules, nubes bajas y benévolas, valles verdes y amarillos, y picos rocosos nevados. Las Chola, las montañas que flanquean el camino que va entre Ganzi y Manigango se levantaban imponentes y amuralladas, dando una magnífica sensación de protección a el inmenso valle que encierran. Un valle donde su gente y sus templos dotan de un profundo aire espiritual.
El templo y monasterio Pangen Gonpa se levanta en la cima de una pequeña montaña al costado del camino, más cerca de las nubes que envuelven a los picos circundantes. Peregrinos y monjes de toda la región llegan a él y lo circunvalan con las tradicionales postraciones. En sus alrededores, muchos de ellos se sientan tranquilos y pasan los días recitando las plegarias y girando su
manichos'khor
(rueda tibetana de plegarias) y contando sus
mala
(rosario tibetano).
La fertilidad del valle, la proximidad al río y la altura moderada evidentemente hacen que esta sea una zona bastante poblada para los estándares tibetanos. Tanto casas de adobe como tiendas de nómades y algunos pueblitos se encuentran a lo largo del camino. A lo largo del extenso y moderado ascenso hasta los 4100mts se ve a la gente en plena actividad a los lados del camino y al pie de la montaña; al verlos en su duro trabajo uno se pregunta si la gran belleza natural que los rodea les juega a favor o en contra.
Es muy fácil dejarse abrumar por tanta belleza cuando uno está de paso y los escenarios son poco habituales para uno, pero es imposible no ver la dificultad de la vida en el Tibet. Todo tipo de maquinaria o modo de automatización son inexistentes. La tierra se labra a mano y con la ayuda de los yaks, el animal sin el cual, los tibetanos no podrían vivir. El yak es la piedra fundamental de la vida en el Tibet, es un toro de pelo largo que habita exclusivamente por encima de los 3500mts de altura y con el se trabaja la tierra, se transportan los resultados del trabajo, las mercaderías, los objetos. Con el yak se viaja y se come, de él extraen la leche, la manteca y al final de su vida, su carne y su grasa. Sus excrementos se secan en los techos, patios y jardines de todas las casas tibetanas y se lo utiliza como combustible todo el año en las regiones altas donde la vegetación es escasa o inexistente. Sus pieles se utilizan para todas las prendas que se visten en el frío, gorros, sombreros, tapados, sacos y calzado.
El clima y la majestuosidad del lugar hicieron del día un verdadero placer para estar montado sobre una bicicleta. El sol filtrado entre las nubes acentuaba los verdes, naranjas, rojos, amarillos de los valles que se extendían sin fin luego de cada curva. Cada quiebre y cada pequeño ascenso develaba un nuevo valle, y en cada uno, uno quisiera detenerse y pasar un tiempo indefinido. La vida a 4000 mts y los mejores regalos de la naturaleza.
El problema de los días tan maravillosos es que todo conspira en contra de seguir adelante. A diferencia de los días diabólicos, en donde uno se apura para salir de la tempestad, en los días amenos, uno sólo quiere permanecer allí y dejar que el tiempo pase, o no pase nunca. Sobre el final de un día deliberadamente lento, los cielos regalaron un magnífico y memorable atardecer. La belleza de un escenario típico del Tibet en un inusualmente día benévolo. De esos momentos que uno grabará adentro y quedarán consigo para siempre.
Y así, al igual que en los días difíciles, llegamos a Manigango sobre el final del día, casi con la noche encima, cuando lamentablemente el clima volvió una vez más, a desmejorar. El plan no era quedarse a pasar la noche en Manigango sino seguir hasta el lago Yilhun Lhatso a 13km en las montañas, pero al ser tarde ya y con pocas ganas de cocinar, nos paramos a comer en el pueblo. Para cuando salimos en búsqueda del lago, ya era de noche y no se veía absolutamente nada, el camino tenía subidas y bajadas y estaba destruido. Avanzamos prácticamente a ciegas, no sabíamos, ni cuando ni como encontraríamos un lago en semajante oscuridad. Una sola moto pasó y pude preguntar haciéndome entender a lo indio, afortunadamente íbamos por buen camino, pero esos 13km parecían 45 ya y temía que nos hubiéramos equivocado de desvío. Allí fue cuando comenzó a lloviznar y creíamos que una tormenta arrasaría pronto. Finalmente, a duras penas y con Mantu de muy mal humor encontramos la orilla del lago, gracias a que había algunas otras personas acampando y vimos sus luces desde lejos. Acampamos lo más rápido posible y pronto nos fuímos a dormir.